Después de cuarenta años regresé a mi pueblo. No ha cambiado nada. Se congeló en el tiempo, como en una vieja fotografía. Son las personas las que se han renovado, como el agua en los ríos. El río permanece pero el agua no es la misma. Ahora en mi tierra, soy un desconocido. Un turista al que se le ofrece cualquier chuchería como un recuerdo de su paso por el lugar.
Regresé en busca de mis recuerdos. No fue difícil hallarlos y al hallarlos, me encontré yo mismo.
De nuevo soy niño. En el viejo colegio abandonado me salieron al paso las voces del ayer.
—Pobrecito del que me resulte con las manos manchadas de tinta —es la señorita Tana, dirigiéndose a nosotros, sus alumnos, durante la clase de caligrafía—; el que se las manche, me va a poner sus manos así, con los dedos viendo para arriba, juntitos como tercio de leña y le daré un reglazo para que la próxima vez tengan más cuidado. ¿Entendido?
—Sí señorita! —contestamos a coro.
La disciplina era enérgica. Por los castigos físicos no había ningún problema, por este pueblo no había pasado la pedagogía (y sospecho que sigue sin pasar); los derechos del niño no había nacido. Además, cuando nuestras madres nos matriculaban, indicaban que nos entregaban con todo y nalgas, lo que significaba que nos podían castigar con toda libertad y a discreción. Nuestros padres fueron educados así y por lo tanto, el sistema era aceptado.
El colegio, hoy cubierto de monte, está situado en la calle principal, la que reiteradamente sirvió de motivo de propaganda para que los candidatos a la alcaldía ofrecieran pavimentarla. Promesa que, como buenos políticos, nunca cumplieron.
La escuela se componía de dos aulas. Una, en donde la señorita Chon derramaba su sabiduría sobre los alumnos de primer grado y otra, en donde la señorita Tana atendía simultáneamente a los alumnos de segundo y tercer grados. Era todo.
—Tana, a’i regreso, voy al huerto —solía decir la señorita Chon y desaparecía por horas.
—Bueno, te encargo unos mis duraznos —o le encargaba cualquier otra fruta y con una mirada comprensiva la dejaba ir.
La señorita Chon, por las tardes, después de clases con todo amor cuidaba las hortalizas y los árboles frutales. Es cierto que el huerto les proporcionaba alimentos, pero más que todo, lo que buscaba era la soledad. Necesitaba aislarse para disipar las tensiones que le producía la docencia. En el ejercicio de su ministerio intentaba ser dulce, pero por su carácter débil se plegaba a la rigidez que le imponía la directora, su hermana. El desasosiego la invadía al querer actuar con bondad y verse obligada a ejercitar la tiranía.
Las maestras, vestigios vivos de la era jurásica, eran dos solteronas que, en aquel tiempo, iniciaban con pie seguro la sexta década de sus virginales vidas. Allá, en la Capital vivía la tercera de las hermanas, doña Rome, la más joven quien fue única que supo de las mieles del amor. Se le conocieron tres maridos. Siempre tuve la convicción que, en el reparto de la vida, acaparó los hombres que les correspondían a sus hermanas, quienes se quedaron para vestir santos, mientras que ella, alegremente, desvestía pecadores.
El plantel estaba dividido en tres partes; la central, en donde se encontraban las aulas y el patio de recreo; el lado oeste, en donde vivían las maestras, en cuyo patio se ubicaba el inodoro para las discípulas, formado por un solo ambiente y por un tablero con tres agujeros, para que igual número de alumnas en franca camarería y simultáneamente pudieran hacer sus necesidades. Esto, para ellas, no era ningún inconveniente, es más, lo disfrutaban.
Los varones sólo podían entrar a este patio, en donde había otro retrete de un hoyo, cuando sus necesidades eran mayores y urgentes. El calificativo de urgente, dependía de la apreciación o del estado de ánimo de las maestras, lo que había hecho que, en más de una ocasión, alguno de los alumnos se hubiera cagado en los pantalones. Y en el lado este, en donde estaba el huerto, se encontraba un hoyo de aproximadamente un metro de diámetro y un metro de profundidad, que servía de mingitorio para nosotros, los varones.
En el huerto, las meadas eran de antología. A la hora del recreo corríamos a situarnos alrededor del agujero y tratábamos, inútilmente, de llenar el hoyo que se mantenía saturado, pero vacío. El olor fuerte de los orines no nos molestaba.
—Muchá, vamos a ver a los patojos.
—¡Sííí, vamos!
En varias oportunidades, las alumnas, por curiosidad, llegaban a hurtadillas a observarnos. No las guiaba la sexualidad, pues esta todavía dormía en lo más profundo de su ser. Eran los combates que sosteníamos lo que las divertía y las llenaba de envidia, al ver como con nuestras diminutas mangueritas y con destreza que ellas nunca tendrían, tratábamos de proyectar el chorro de orines hacia el otro lado del orinal y, de ser posible, mojar los zapatos del condiscípulo que se encontrara enfrente. Es de hacer notar, en honor del colegio, que era requisito asistir calzado.
Nunca faltaba una camisa o un pantalón en donde secarnos las manos que accidentalmente se hubieran mojado y mejor si era en camisa o pantalón ajeno. Este menester, le agregaba otra dimensión a la lid.
Lavarnos las manos después de orinar no era necesario; nuestros pajaritos eran puros e inmaculados.
Ese año, el último que estuve en el colegio, aprovechando las vacaciones escolares, la hermana que vivía en la Capital, les solicitó a las maestras que recibieran por unos días a tres de sus nietos. Aceptaron.
A los pocos días llegaron acompañados de dos amigos. Los patojos capitalinos, eran chinches. Es cierto que las célibes maestras, a nosotros los pueblerinos nos dominaban con mano férrea y nos podían corregir como mejor les pareciera; pero con los sobrinos nietos y sus amigos, la cosa era diferente. No podían someterlos y los patojos parecían multiplicarse. Para la pobre Chon, eran docenas de niños, cientos de niños, miles de niños, a los cuales encontraba por todas partes y a toda hora. En su desesperación, ya creía verlos hasta en la percha del loro o dentro de la pecera. Llegó a tal extremo, que temía encontrarlos hasta dentro del viejo refrigerador de gas y se abstenía de abrirlo.
La algarabía no cesaba y como si fuera poco, cual horda de zompopos, estaban acabando con el huerto: su santuario. Con los alumnos había horario y, cuando concluían las clases y se retiraban a sus hogares, privacidad. Con los huéspedes, no; éstos permanecían fastidiando las veinticuatro horas.
—No aguanto más —se quejó con su hermana—, me están sacando canas sobre las canas.
La señorita Tana le recomendó paciencia.
—Es por pocos días —le dijo.
En su desesperación buscaba la tranquilidad en el lugar en donde siempre la hallaba: en el huerto. Pero no le dieron cuartel. A punto de la locura empezó a soñar despierta. Se quedaba como en trance, con la mirada perdida dentro del orinal. Estoy seguro de interpretar sus pensamientos: acariciaba la idea de amarrar a los visitantes, en un sólo atado, meterlos dentro del agujero y ponerse a orinar sobre ellos, con una meada torrencial, sin fin, rociándoles sus odiosas caras. Por los cambios de expresión de su rostro, creo que con fruición, visualizaba cómo el nivel de orines subía lentamente. Los patojos a punto de ahogarse, con gritos de desesperación y con los ojos desorbitados, imploraban misericordia, que con placer les negaba.
Pasaron los días. Su paciencia llegó al límite. Con los nervios al punto del colapso, perdió el control. Quería paz a cualquier precio, aunque fuera la paz de una celda de presidio. Así que, pasando de la fantasía a la realidad, decidió eliminarlos.
Preparó algunos alimentos y bebidas con raticida, y para la cena se los dio a los engendros que llegaron a desequilibrarla.
Después de la comida, todos se retiraron a sus habitaciones.
El silencio se fue adueñando del colegio y Chon empezó a saborear la paz que tanto necesitaba, hasta que se quedó dormida con una sonrisa angelical atrapada entre sus labios.
A la mañana siguiente, la despertó el bullicio. Los patojos estaban sanos y salvos, y más inquietos que nunca.
Los pequeños demonios, no sólo eran traviesos sino también mentirosos; alababan la comida que les preparaba, pero los condenados, después de las atiborradas que se daban en el huerto, no la comían.
Ese día las plantas amanecieron marchitas; la percha del loro, vacante; la pecera, a la espera de un nuevo huésped y la calle, al fin pavimentada, pero con los cadáveres de perros callejeros y no recuerdo bien, si los cadáveres de dos o tres mendigos.
Ese fue el final del colegio. La señorita Chon fue a parar al manicomio y la señorita Tana, sola, se vio obligada a cerrar.
Creo que lo menos que puedo hacer, antes de partir, es visitar las tumbas de mis viejas maestras, pues no sé si algún día vuelva a venir a mi pueblo, en donde soy un extraño.
No hay comentarios:
Publicar un comentario