miércoles, 1 de junio de 2011

El encuentro

Vicente Antonio Vásquez Bonilla

***
Claudio camina por el parque y en una de las bancas ve a una bella señorita que lee un libro. Al pasar cerca de ella, la mira y se sorprende; su rostro le parece conocido. ¡No puede ser! —se dice—. Las facciones que están impresas en su memoria pertenecen a un pasado remoto, a un pretérito de más de veinte años y la joven aparenta, precisamente, veinte años.
Fascinado por el parecido, se sienta en la misma banca, abre su periódico y simula leer, pero sus miradas furtivas reposan en ella, quien sin darse por enterada continúa sumergida en la lectura.
Debido al asombroso parecido que tiene con la persona que recuerda, se anima y le habla.
—Disculpe, señorita. Por casualidad, ¿su nombre, es Amalfi?
La chica lo vuelve a ver y a su vez lo interroga.
—¿Acaso nos conocemos?
—No. Pero se parece a una persona que conocí años atrás y que llevaba ese nombre.
—Posiblemente se refiera a mi madre. Ella me heredó su nombre.
Y también su rostro, se dice Claudio y se queda callado, pensativo, como hurgando en sus recuerdos.
—Entonces usted tiene veinte años y nació un 14 de Mayo.
—Así es, ¿cómo lo sabe?
—Me disculpa un momento, voy a llamar a mi hijo y le contaré.
Claudio se levanta y parte a buscar a su retoño y Amalfi intrigada, se queda viendo como el desconocido camina entre los arriates y observa a su alrededor.

**

Caminas por los senderos del parque en busca de Rodrigo, tu hijo; mientras tanto de tu mente van brotando los recuerdos.

Hace veinte años nació tu primogénito y corriste a verlo por primera vez a través del vidrio que separaba a la sala cuna, del pasillo en donde los padres iban a conocer a sus hijos recién nacidos. Allí estuviste tú, contemplando a tu bebé, quién dormía apaciblemente. Embelesado como estabas, a tu alrededor el mundo había desaparecido, sólo existían el niño y tú. De repente, una voz te sacó de tu ensimismamiento.
—Profesor, qué gusto encontrarle. ¿Qué hace aquí?
Volviste a ver. Era tu ex vecino, a quién no habías visto en los últimos seis o siete meses y con una sonrisa de satisfacción le contestaste.
—Conociendo a mi hijo, es el de la cuna número cinco. ¿Y usted?
Viste cómo tu ex vecino hinchaba el pecho y con orgullo te respondió.
—Yo también vengo a ver a mi hija, es la de la cuna vecina, la número seis.
—Qué casualidad —le contestaste—, ambos tenemos hijos del mismo día.
—Sí, feliz coincidencia. Tenemos que celebrarlo.
—¡Ya lo creo! ¿Y cómo está doña Amalfi? —le preguntaste—, ¿todo salió bien?
—Sí, gracias a Dios. ¿Y su esposa?
—Bien, fue un parto normal.
Ambos, él y tú, callaron y se entregaron a la contemplación de sus respectivos hijos

*

Encuentro a Rodrigo frente a una estatua, comiendo un helado.
—Rodrigo, ven —le digo.
Llega a mi lado y me pregunta.
—Papi, ¿quieres un helado?
—No, gracias —le respondo—, deseo presentarte a alguien.

Llegamos al lugar en donde está la joven, quién nos recibe con una sonrisa y supongo que con curiosidad se preguntará. ¿Quiénes serán estos desconocidos?
—Señorita Amalfi —le digo—, éste es mi hijo, Rodrigo nació el mismo día que usted, en el mismo hospital y fue su vecino de cuna.
—Mucho gusto. Yo soy Amalfi. Ahora sé por qué su papá conoce mi edad y el día de mi nacimiento. Lo que no me explico, es ¿cómo me reconoció?
—Fue fácil, es el vivo retrato de su madre.
El saludo de los dos jóvenes es cordial y de beso en las mejías. Creo que ambos se caen bien. Yo los veo charlar, como si fueran viejos conocidos. Se olvidan de mi presencia, me dejan al margen y opto por entregarme de manera alterna a hojear el periódico y a revivir recuerdos.
Después de, quizás, una hora, observo que la charla es muy animada, las bromas, las sonrisas y los gestos corresponden a la de dos personas que ponen en juego todos sus encantos para agradarse mutuamente. Temiendo, por experiencia, que ese momento mágico pudiera conducir a un enamoramiento, intervengo.
—Rodrigo, nos tenemos que ir. Acabo de recordar que tengo un compromiso ineludible, no me puedo demorar más.
Con pesar, vi como se despedían ambos chicos, estaban pasando un rato agradable, no se hubieran querido separar y seguir conociéndose.
Sin embargo, me llevo a Rodrigo, quien luce contrariado. Lo siento y lo comprendo, yo también fui joven, pero no puedo decirle aún, que Amalfi es su hermana.

sábado, 22 de enero de 2011

LA ENCOMIENDA

Vicente Antonio Vásquez Bonilla

Desiderio se detuvo por un momento frente a una de las entradas de los servicios sanitarios de la Plaza de Armas, en espera de que apareciera su amiga, a quien había citado en ese lugar.
De repente una mujer se le acercó con premura y le dijo:
—Porfa, señor; sostenga mi pato por un ratito, mientras voy al baño; pues, estoy que no me aguanto.
Sorprendido y sin tiempo a reaccionar, ya Desiderio sostenía entre sus brazos al ave, mientras la mujer se perdía de su vista al descender por las gradas que conducen a los servicios sanitarios.
—Mira al señor —dijo una joven madre que pasaba por ese populoso lugar, arrastrando a un niño de unos seis años—, que lindo, sacó a pasear a su mascota.
Desiderio esbozó una tonta sonrisa, mientras se sentía ridículo a la vista de todo el mundo. «Menos mal, pensó, que pronto volverá esa impertinente y se llevará a su animalejo».
Un señor que vestía un terno café y sombrero, al estilo de los años cincuenta del siglo veinte, se le acercó con aparente amabilidad.
—Qué bonito su pato, usté. ¿Lo vende?—. Y le acarició la cabeza al ave, que trató de esquivar la caricia, sin lograrlo.
—No. No es mío. Una señora me lo recomendó por un rato.
—No se haga —le dijo y le guiñó el ojo—, le doy mil dólares por él.
Desiderio vio a su interlocutor con incredulidad. ¡Mil dólares! «¿Se estará burlando de mi?» Y se quedó en silencio.
El hombre del terno esperaba la respuesta y al notar la indiferencia del otro, trató de arrebatarle al palmípedo.
En ese momento, el lustrador que aparentaba estar a la espera de clientes, el barrendero que limpiaba el excremento de los cientos de palomas que conviven en la Plaza y el vendedor de números de la lotería, que se encontraban en los alrededores, sacaron sendas armas, ordenaron a los dos hombres que no se movieran y se identificaron como policías de la brigada de antinarcóticos.
Al hombre del terno le decomisaron un revolver y a Desiderio un pato.

Largo sería enumerar todos los pormenores del caso, pero en aras de la brevedad, sólo queda decir que la mujer que hizo la palmípeda encomienda, nunca apareció y los dos hombres fueron conducidos a la Delegación de Policía. El pato, que no resultó ser una mansa paloma, si no un mini—mula y bien cargado. Con su carita de no hago nada, llevaba en su interior numerosas capsulas de cocaína.
El pato no pudo demostrar su inocencia, ni que era una inofensiva victima de las circunstancias y además, por ser el único de los tres que estaba fuera de la jurisdicción del Procurador de los Derechos Humanos; en busca de evidencias, fue ejecutado sumariamente y paró en la olla de uno de los jefes policíacos, quien bromeaba diciendo: que era la primera vez que comía carne de mula y que no sabía mal.

La noticia del inverisímil caso se difundió por todos los medios; y un sensible canta-autor, no desperdiciando la oportunidad, compuso un narcocorrido, que a no dudar, será un rotundo éxito, pues ya empieza a sonar en todas las radios del país.

Con su carita de inocente
y la pancita bien cargada
un menesteroso pato
salir de pobre deseaba

Rumbo al norte viajaba.
sin saber que la policía
sus plumíferos pasos seguía
el destino cruel…


Hoy, Desiderio ya libre de cargos, piensa que toda experiencia debe de ser aprovechada, pues deja una lección. Lección que él ha aprendido y que, en forma de moraleja, heredará a sus descendientes y de ser posible para aprovechamiento de la humanidad entera: Nunca, pero nunca sostengas el pato de una desconocida.