Vicente Antonio Vásquez Bonilla
Desiderio se detuvo por un momento frente a una de las entradas de los servicios sanitarios de la Plaza de Armas, en espera de que apareciera su amiga, a quien había citado en ese lugar.
De repente una mujer se le acercó con premura y le dijo:
—Porfa, señor; sostenga mi pato por un ratito, mientras voy al baño; pues, estoy que no me aguanto.
Sorprendido y sin tiempo a reaccionar, ya Desiderio sostenía entre sus brazos al ave, mientras la mujer se perdía de su vista al descender por las gradas que conducen a los servicios sanitarios.
—Mira al señor —dijo una joven madre que pasaba por ese populoso lugar, arrastrando a un niño de unos seis años—, que lindo, sacó a pasear a su mascota.
Desiderio esbozó una tonta sonrisa, mientras se sentía ridículo a la vista de todo el mundo. «Menos mal, pensó, que pronto volverá esa impertinente y se llevará a su animalejo».
Un señor que vestía un terno café y sombrero, al estilo de los años cincuenta del siglo veinte, se le acercó con aparente amabilidad.
—Qué bonito su pato, usté. ¿Lo vende?—. Y le acarició la cabeza al ave, que trató de esquivar la caricia, sin lograrlo.
—No. No es mío. Una señora me lo recomendó por un rato.
—No se haga —le dijo y le guiñó el ojo—, le doy mil dólares por él.
Desiderio vio a su interlocutor con incredulidad. ¡Mil dólares! «¿Se estará burlando de mi?» Y se quedó en silencio.
El hombre del terno esperaba la respuesta y al notar la indiferencia del otro, trató de arrebatarle al palmípedo.
En ese momento, el lustrador que aparentaba estar a la espera de clientes, el barrendero que limpiaba el excremento de los cientos de palomas que conviven en la Plaza y el vendedor de números de la lotería, que se encontraban en los alrededores, sacaron sendas armas, ordenaron a los dos hombres que no se movieran y se identificaron como policías de la brigada de antinarcóticos.
Al hombre del terno le decomisaron un revolver y a Desiderio un pato.
Largo sería enumerar todos los pormenores del caso, pero en aras de la brevedad, sólo queda decir que la mujer que hizo la palmípeda encomienda, nunca apareció y los dos hombres fueron conducidos a la Delegación de Policía. El pato, que no resultó ser una mansa paloma, si no un mini—mula y bien cargado. Con su carita de no hago nada, llevaba en su interior numerosas capsulas de cocaína.
El pato no pudo demostrar su inocencia, ni que era una inofensiva victima de las circunstancias y además, por ser el único de los tres que estaba fuera de la jurisdicción del Procurador de los Derechos Humanos; en busca de evidencias, fue ejecutado sumariamente y paró en la olla de uno de los jefes policíacos, quien bromeaba diciendo: que era la primera vez que comía carne de mula y que no sabía mal.
La noticia del inverisímil caso se difundió por todos los medios; y un sensible canta-autor, no desperdiciando la oportunidad, compuso un narcocorrido, que a no dudar, será un rotundo éxito, pues ya empieza a sonar en todas las radios del país.
Con su carita de inocente
y la pancita bien cargada
un menesteroso pato
salir de pobre deseaba
Rumbo al norte viajaba.
sin saber que la policía
sus plumíferos pasos seguía
el destino cruel…
Hoy, Desiderio ya libre de cargos, piensa que toda experiencia debe de ser aprovechada, pues deja una lección. Lección que él ha aprendido y que, en forma de moraleja, heredará a sus descendientes y de ser posible para aprovechamiento de la humanidad entera: Nunca, pero nunca sostengas el pato de una desconocida.
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