miércoles, 8 de diciembre de 2010

EL SECUESTRO

Pasadas las siete de la noche, sonó el teléfono. Don Eugenio y doña Honoria cenaban.
Debe ser Escolástico dijo, doña Honoria, levantándose a contestar . Ya me tenía preocupada el patojo, ese.
Espera, yo contestaré. Tú, sigue comiendo.
Gracias. Debes hablar con él, sale a la una de la universidad y mira a la hora que no llega. Que no sea desconsiderado, por lo menos debe de avisar, para eso se le compró el celular.
Tienes razón, hablaré con él.
Don Eugenio llegó a la mesita en donde estaba el teléfono y contestó.
Aló.
¿Estará don Eugenio?
Él, habla.
Vea, señor dijo la voz con la calma y la amabilidad estudiada de quien tiene los ases en la mano , tenemos a su hijo, lo hemos secuestrado y si desea volver a verlo con vida le costará un milloncito de quetzales.
¡Déjese de bromas! ¿Quién habla?
Por lo visto, uno, no puede ser amable, porque lo hacen de menos. Pues bien, ¡viejo, mierda! Tenemos a tu hijo y si querés volver a verlo, te costará un millón de quetzales. No le avisés a la policía. No se lo comuniqués a nadie o no hay trato, pero si un inevitable velorio. Esperá nuestra próxima comunicación.
El negociador, colgó, sin esperar la respuesta de don Eugenio.
Aló. Aló, ¡conteste!
La única respuesta fue la de la señal telefónica. Don Eugenio se quedó petrificado, con el teléfono en la mano, como tratando de asimilar el mensaje. Luego, colgó el aparato y se dirigió hacia donde se encontraba su esposa, caminó despacio, ajeno a todo lo que lo rodeaba. Aun no creía que, a él, le estuviera pasando esto. Es cierto que los secuestros se han generalizado por todo el país, pero siempre se piensa, al igual que con la muerte, que a cualquier persona le puede pasar, menos a uno. Y de repente allí estaba, inmerso dentro de algo para lo cual no se hallaba preparado.
¿Quién era? interrogó, Honoria, al ver que su marido se encontraba como ido y no daba señales de hablar.
Las palabras de su mujer lo sacaron del pozo negro en que lo sumergió la noticia.
Honoria le dijo . ¡Han secuestrado a Escolástico!
¿¡Qué!? interrogó la señora, poniéndose de pie. Los cubiertos dejaron escapar un sonido metálico cuando cayeron sobre el piso cerámico, importado de Italia.
¡Que han secuestrado a Escolástico! Me lo acaban de comunicar por teléfono.
Pero... pero, ¿quién?. ¿Qué te dijeron? ¡Dímelo!
Cálmate. Siéntate, por favor y conservemos la calma.
¿Cómo quieres que me calme? ¡Se trata de mi hijo! ¿Qué te dijeron? ¿Qué piden? ¡Habla, por el amor de Dios!
Mira, te suplico que te calmes. No me dijeron mayor cosa. Sólo, que lo han secuestrado, piden un rescate y que hablarán mas tarde.
Hay que llamar a la policía de inmediato dijo doña Honoria, encaminándose en dirección al teléfono.
¡Espera! Que me advirtieron que no llamara a la policía y que si lo hacía, no lo volveríamos a ver con vida.
Entonces, no la llamemos. Pero, ¿qué vamos a hacer?
De momento, a esperar que nos llamen.
Oremos sugirió, doña Honoria . Dios, nos ha de ayudar.

La preocupación, se adueñó de la madre, quién le reiteró a don Eugenio, que no diera aviso a la policía, pues, temía por la vida de su hijo.
El dinero, se repone le dijo , pero la vida, no.
Pero, mujer, piden ¡un millón!. Te das cuenta, ¡un millón!.
¡Y qué! Acaso porque no es tu hijo, ¿es más importante el dinero que su vida? lo interrogó, desafiante, como poniendo a prueba su amor, sino por el patojo, por ella.
No es eso, mi amor. Toma en cuenta que es el fruto de muchos años de mi trabajo de inmediato rectificó y amplió , de nuestro trabajo. Tanto sacrificio, para que unos mal nacidos se lo lleven en un abrir y cerrar de ojos, y a lo mejor, de todas maneras matan a nuestro hijo y nos dejan en la calle.
En los momentos difíciles se conoce la nobleza de los hombres presionó la madre, con ojos suplicantes . El dinero lo podemos recobrar trabajando, después de todo el negocio está en marcha y prospera.
Pero... trató de argumentar don Eugenio, pero no lo dejó continuar.
La vida humana no tiene precio, principalmente cuando se trata de un hijo. ¡Tenemos que pagar!.
Bueno cedió el hombre , pero, esperemos a ver que dicen, de repente logramos una rebaja.
¡Rebaja! Si no es de verduras, de las que estamos discutiendo replicó, con enfado . Estamos hablando de la vida de mi hijo.
El llanto se apoderó de la afligida madre, mientras el padrastro la contemplaba y le aseguraba que todo iba a salir bien, aunque en su interior le dolía pensar en la pérdida de todos sus ahorros, en tanto el efectivo que poseía en el banco no llegaba a la suma requerida.

Transcurrió la noche y el teléfono no volvió a sonar. La angustia crecía. Los cónyuges dormitaban pero no podían descansar ante la incertidumbre y además, esperaban que de un momento a otro los secuestradores se comunicaran con ellos.

Dos días pasaron, sin recibir ninguna comunicación de los delincuentes. Cada vez que el teléfono sonaba, era un sobresalto para los esposos.

No cabía duda que los secuestradores conocían su oficio y estaban dando tiempo para que la incertidumbre alcanzara la magnitud de la desesperación, y de esa manera encontrar la fruta madura y cosechar.
Al mantenerse bloqueado el camino para toda comunicación, venía a ser como, una llave cerrada que evitaba que la presión a que estaban sometidos escapara y diera paso al desahogo.

Al fin, llamaron. Al filo de las nueve de la mañana, la campanilla del teléfono los hizo saltar. Honoria, se apresuró a responder, pero le indicaron que sólo hablarían con don Eugenio.
De inmediato le pasó el teléfono.
¡Viejo cabrón! ¿Así te gusta que te traten, verdá? –le dijo la voz del negociador, con burla . Ya estás convencido de que tenemos a tu hijito del alma.
Sí. Está bien, les creo. ¿No le han hecho daño, verdad?
Bien dijo el insigne maestro e inspirador de juventudes: Al Capone, que se logra más con una sonrisa y una pistola, que con una simple sonrisa dijo el negociador, con manifiesta burla.
Por el amor de Dios, no juegue y respóndame, ¿el patojo, está bien?, ¿no le han hecho daño?
No, viejito. La mercadería se cuida le respondió, con el cinismo de quién domina la situación.
Hablemos suplicó , no vaya a colgar.
No te preocupés, ruco. Sabemos que te has portado bien y que no le has comunicado nada a nadie. Ya ves, como estamos enterados de todo. Seguí así y pronto tu problema estará resuelto.
Respecto al dinero, no tengo la cantidad que me piden. Es mucho.
No seas llorón. ¡Viejo, mierda! Sabemos que sos fichudo.
Es cierto, no le miento. Tal vez con sacrificios logre reunir quinientos mil, pero un millón, ¡imposible!
No es lo que digo, pues. Llorón, el ruco.
No puedo pagar más, es la pura verdad.
Ya basta de teatro, viejo, mierda. Antes de entrarle al negocio, investigamos al cliente y sabemos que tenés en el banco ochocientos mil morlacos. A alguien de tu posición no le es difícil conseguir doscientos mil más. Pensalo. Te llamaremos después.
El negociador, colgó. Don Eugenio, quedó desconcertado, los delincuentes estaban bien informados. No se puede jugar con ellos y tomó la decisión de llamar a la policía.
Cuando doña Honoria se dio cuenta, la policía estaba en su casa, ya nada podía hacer para impedir su participación. Sólo le quedó el consuelo de recriminar a su esposo, diciéndole:
¡Si algo le pasa a mi hijo, serás el responsable de ello!

Cuando los secuestradores se comunicaron de nuevo, el teléfono estaba intervenido, conectado a una grabadora y a dos secundarios para escuchar la conversación y de ser necesario darle instrucciones a don Eugenio.
Bien, viejo, ¡hijo de la gran puta!, Ya sabemos que le avisaste a la policía. Como que no querés volver a ver a tu hijo en una sola pieza.
El sargento de la policía, que escuchaba en uno los teléfonos secundarios, le indicó a don Eugenio que alargara la conversación. Tratarían de localizar el teléfono desde el que hace la llamada.
Seré breve anunció, el negociador . El trato hay que cerrarlo pronto o se cancela. Te la vamos a poner fácil, aceptaremos los ochocientos mil que tenés en el banco. Esperamos que estés de acuerdo, que no cometás más errores y que no des lugar a que te mandemos como muestra de nuestra seriedad, un dedo de tu hijo o peor aún, una mano. Te volveremos a llamar.
¡Espere, no cuelgue!
Pero, el negociador colgó.
La policía, sólo pudo detectar que la llamada se hizo desde el celular del secuestrado. No era suficiente para localizarlo. La llamada se pudo haber efectuado desde cualquier lugar y luego deshacerse del aparato.

La angustia de la madre aumentó, desde que intervino la policía. Ante el temor que maten a su hijo, presiona a su esposo para que pague el rescate.
Don Eugenio, mantiene una lucha interna, sin cuartel, que no le da un momento de paz. Desprenderse del dinero, para cubrir el rescate, le duele tanto, como si le arrancaran el corazón, con lentitud y sin anestesia.

La policía se mantuvo atenta día y noche, e instruyó a don Eugenio sobre el comportamiento que deberá observar cuando los secuestradores se comuniquen con él: Lo primordial, que permanezca en calma, finja docilidad y prolongue las conversaciones lo más que pueda. No debe responder a los insultos y de ninguna manera conviene que diga algo que exaspere a los secuestradores, además de otras recomendaciones que serían de utilidad para las investigaciones. Que los secuestradores cometan un error, es la esperanza de la policía.

Se concretó el arreglo con los secuestradores. Don Eugenio, aseguró a los delincuentes y a su esposa, para tranquilizarla, que la policía no iba a intervenir durante el pago del rescate. Pero, ante las indicaciones policíacas de que el pago no garantizaba la libertad y la vida del secuestrado, les comunicó todo. La policía, le aseveró a don Eugenio, que actuaría con todo cuidado para no poner en peligro la vida de Escolástico y además, le dijeron, que tuviera confianza en la experiencia y la profesionalización alcanzada por la Institución.

Don Eugenio, llegó con los fondos del rescate al punto convenido. El lugar estaba desierto y cumpliendo con las instrucciones, dejó el bulto con el dinero y se retiró.

Más tarde, la policía le comunicó a don Eugenio que, la persona que recogió el dinero, había sido capturada y que su hijo estaba sano y salvo. Pero, que tenían que comunicarle algo muy delicado.
Se trataba de un auto secuestro. La persona que hizo las llamadas telefónicas y recogió el rescate era un amigo de su hijo y ambos estaban en contubernio para sacarle el dinero a don Eugenio.

Don Eugenio, se encuentra muy disgustado por la actitud de su hijo. Es cierto que, no es realmente su hijo, pero lo ha tratado como tal. No quiere saber nada de él, que se las arregle como pueda pero, está de por medio su esposa, a la que ama.
La madre de Escolástico, se halla muy afectada. El joven, a pesar de todo, continúa siendo su hijo. Es un lazo que no se puede romper. Si bien, no lo puede justificar ante los ojos de su esposo, de alguna manera tiene que mantener la relación, sin obligar a su marido para que haga lo mismo. Basta y sobra que no se lo impida a ella.
Y no se lo impide. Comprende que el amor de madre está sobre todas las cosas.

Cada persona, cada vida, es una historia, de consiguiente en una ciudad hay tantas, como habitantes tenga. Y cada historia tiene sus versiones, según el que la vivió, el que la vio o el que la cuenta. La yuxtaposición de las diferentes interpretaciones le dan los puntos comunes y los no comunes, y el colorido a sus variadas facetas.

Escolástico, tenía su propia explicación sobre el asunto. A manera de descargo, según él, en el interrogatorio, le refirió a la policía que su padrastro es un miserable, un agarrado a quien cuesta sacarle un centavo.
Yo vivía, sólo porque el aire es gratis. En la casa no me daban ni los buenos días, para no gastar saliva.
¿Qué, tan mal era su relación con él?
Peor, diría yo. De mi madre siempre se preocupó, de sí ella ha comido o no. Pero de mí, nadie se interesaba. Podía haber comido o no y a ninguno le importaba.
Pero, ¿con su madre procedía diferente?
Hasta cierto punto, con decirles que un día lo escuche comentándole a un amigo:
«Estoy desesperado, es una mujer tan gastona, pero tan gastona, con decirte, que cuando voy al supermercado, me pide hasta jabón para bañar al loro. Ella, es así, basta con que le digan que algo está en oferta para que lo compre, lo necesite o no. Dice, que así ahorra el porcentaje del valor de la rebaja, yo pienso que ahorraría el cien por ciento al no comprarlo, pero parece que no entiende eso»
Así que por esa razón fingió el secuestro, por venganza y para sacarle la plata.
Sí, creo que tengo derecho a la lana y si al final va a ser mía, pues no hay otro heredero; que mejor que recibir un buen adelanto.
Con ese argumento, Escolástico, creía tener justificada su actuación y la policía da por cerrado el caso. Sólo queda que los tribunales cumplan su función.

Los días de visita, Honoria, va a ver a su hijo, don Eugenio, como esposo amante, la acompaña, con la condición de no entrar a saludar a Escolástico; por lo regular, la esperará afuera; aún está resentido, no lo puede perdonar así por así, que pague su pecado.

Hoy, doña Honoria ingresó dentro del grupo de visitantes. Don Eugenio, sintió curiosidad de ver al patojo, aunque sea de lejos y la siguió. Algo de cariño le guarda a pesar de todo.

Doña Honoria, dentro del salón destinado para los visitantes, seleccionó uno de los apartados y se sentó a esperar a su hijo. Escolástico, se acercó, ocupó el asiento frente a ella e intercambiaron saludos, luego, la charla se refirió a las novedades de afuera y de adentro del penal.
Don Eugenio, que siguió a su espesa, sin que ella se diera cuenta; ocupó el apartado vecino y escuchaba a través del cancel que los separaba. Algo que no se explica, tocó su corazón.
Debo perdonarlo se dijo.
Es un viejo sentimental, siente simpatía por el patojo, después de todo, desde que era pequeño ha estado a su lado.
Lo vi crecer se justificó.
No se pudo contener más, estaba a punto de salir y decirle que le perdonaba, que cuando saliera volverían a ser una familia integrada y que todo sería diferente para que no lo sedujera de nuevo la tentación de delinquir.
Pero, la voz alterada de Escolástico lo detuvo, ha subido de tono:
¡Madre, tienes que ayudarme! ¡Estoy desesperado! ¡No aguanto más estar aquí!
Paciencia, hijo. Hago lo que puedo por ayudarte. ¡Paciencia!
Sí, para ti es fácil exigirme paciencia, porque no eres la que está aquí. Sólo porque soy derecho no les dije que fuiste tú, la que planeó todo, porque ya no aguantas vivir más con ese ruco agarrado. Mi mínimo consuelo, es que tú también vives tu condena, seguir al lado de ese viejo codo.
Don Eugenio, se sintió desfallecer.

1998

sábado, 20 de noviembre de 2010

LA ÚLTIMA FRONTERA

Mi primer cuento publicado.
La Hora Dominical Número 1,105
Guatemala, 7 de Septiembre de 1969

La ambulancia ha recorrido los escasos metros que separan al Instituto de Cancerología, del Hospital Roosevelt de Guatemala. Ha detenido su silente marcha frente a la entrada de emergencia. Dos enfermeros se apresuran a entrar la rodante camilla, recorriendo los limpios corredores, rumbo a la sala de operaciones.
—Mi último viaje —piensa con tristeza y resignación, Roberto Casasola, catedrático de la Universidad de San Carlos, bioquímico brillante y de gran porvenir; pero…
—Mi último viaje, el fin de mis trabajos, de mis ilusiones, de mis sueños y lo que es peor, de mi vida. Cuando estaba a punto de dar un gran paso de alcance mundial, en mutación genética vegetal, un gran paso en la lucha contra el hambre y la desnutrición. Si tan solo hubiera tenido tiempo de examinar mi estomago cuando empezaron los débiles dolores; pero no les di importancia, como todo ser humano, tuve conciencia de «mi inmortalidad», pensé que las enfermedades, los accidentes nunca me tocarían… Y hoy, aquí estoy, desahuciado, con pocos días o quizá minuto de vida, sufriendo las terribles mordidas del maligno cáncer. Adiós Gloria, mi adorada esposa; adiós Roberto, adiós Zoila, hijos de mi corazón, adiós para siempre.
Por un momento dejó su mente en blanco, como tratando de ausentarse de la cruel realidad, pero una chispa cruzó por su imaginación, haciéndole germinar una débil esperanza. Esa mañana, hacía apenas unas dos horas, el Dr. Robles, su médico y amigo le había dicho:
—Roberto. Amigo. Hay una posibilidad para ti, una en un millón; si la aceptas y da resultado, tienes que estar preparado para «todo»; si falla sólo habremos acortado tus sufrimientos, es una intervención experimental, tu familia está de acuerdo, como último recurso para «hacerte vivir». No te doy detalles de la operación, pues es tan remoto su éxito que realmente no vale la pena. Así que tú tienes la palabra.
—Más remota me parece la muerte y sin embargo ya tira de la sábana de mi cama. En mi ramo también hay experimentos en los que hay que correr riegos y nunca vacilé en ellos, si la humanidad es la beneficiada. Así que manos a la obra.
—Bien Roberto, este es el momento, las condiciones necesarias son propicias. Así que adelante y que Dios diga.

Ya se encuentran en la mesa de operaciones. Alguien le ha rasurado la cabeza, cosa inexplicable para él, pues el tumor está en la parte media de su anatomía. —¿Es que se han vuelto locos estos «practicantes»?— Sus pensamientos son cortados por la anestesia que no se hace esperar, sumiéndolo en la inconsciencia, en la nada, para él ha dejado de existir el mundo.

Han transcurrido diez días, diez largos días de espera, de incertidumbre para familiares, amigos y galenos. El paciente ha superado varias crisis y hoy por primera vez, da muestras de empezar a salir de su largo sueño; hay expectación entre el grupo de médicos reunidos en la sala, van a ser testigos del milagro de la ciencia, la última frontera ha sido cruzada. Pero desconocen los resultados finales, sólo con el despertar del «humano conejillo de indias» sabrán de gloria o fracaso.
Abriendo los ojos Roberto Casasola ve al grupo reunido, todos médicos, algunos conocidos; pero todos lo ven con marcado interés. Él también ve con fijeza a todos y a todo, le parece imposible contarse en el mundo de los vivos. Instintivamente se lleva las manos al estómago y sorprendido no encuentra vendas o muestra alguna de haber sido operado, recuerda su rasurada cabeza y con presteza se lleva las manos a ella, descubriéndola vendada y sintiendo un leve dolor al tocarla.
—¿Cómo te encuentras —le pregunta el Dr. Robles.
—Creo que bien. ¿Pero qué es lo que ha pasado? ¡Explícame! ¿Por qué tengo vendada la cabeza y no se me ha operado?
—Calma Roberto, calma, vamos por partes. Primero respóndeme a unas preguntas, que te parecerán quizá infantiles, pero respóndemelas.
—Bueno, lo que tu digas.
—¿Cuál es tu nombre?
—Roberto Casasola. Tú lo sabes.
—Lo sé, pero limítate sólo a contestar. ¿Cuánto es dos más dos?
—Cuatro.
—¿Cómo se llaman tu esposa e hijos?
—Gloria, Roberto y Zoila.
—¿Dónde trabajas?
—En la Universidad de San Carlos y en el INCAP.
—Muy bien Roberto.
—Ahora contesta tú a mis preguntas. ¿Por qué? ¿Qué razón hay para que me preguntes lo que ambos sabemos muy bien?
—Yo lo sé muy bien como tu dices, pero tenía duda que tu lo supieras, o por lo menos lo recordaras con la claridad debida y te voy a explicar la razón, pues creo que estás en uso de tus facultades mentales; estás en capacidad de comprender la magnitud, el éxito de nuestra intervención quirúrgica, prepárate para la sorpresa mayor de tu vida.
—Abrevia. Deja el teatro para después y explícame, soy todo oídos.
—Notarás el interés de los colegas aquí reunidos y que todo lo que hablamos se está registrando. Ese interés que es mundial, se debe a que por primera vez en la historia médica, se ha hecho un trasplante de cerebro. Trasplantamos tu cerebro a un cuerpo sano, después de vencer mil obstáculos científicos y naturales, que por el momento no te explicaré. Así que tú eres y no eres Roberto Casasola.
Reinó el silencio por largos minutos, Roberto no alcanzaba a comprender el significado exacto de las palabras de su amigo, pensó que se estaba burlando de él, que todo era un sueño y mil cosas más; pero aceptar algo tan absurdo.
—¡No! No puedo aceptar lo que dices, si realmente soy otro o mejor dicho tengo otro cuerpo trae un espejo y que termine la farsa.
El Dr. Robles le acercó un espejo que tenía preparado para el efecto, advirtiéndole:
—Sé valiente para enfrentar la realidad, pues no te hemos mentido.
Con temblorosas manos Roberto tomó el espejo que se le ofreció, empezando a creer en las palabras de su amigo. —¿Es que acaso la humanidad había encontrado la manera de prolongar la vida de sus hombres de peso?— Quería conocer la verdad, pero tenía miedo. —¿Qué aspecto tendría? ¿A quién perteneció aquel cuerpo, qué nombre portó hasta aquel día y que habría hecho? ¿Quiénes serían sus familiares? ¿Será que el cuerpo humano se ha convertido en un cascarón que puede ser habitado por cualquiera? ¿Acaso él podría ir al cementerio citadino y visitar su propia tumba?, o mejor dicho la de su cuerpo.
Acercó el espejo, por una fracción de segundo contempló su nuevo rostro y apartó bruscamente el espejo. Vaciló, pero recobrando el valor y un poco de eso que llaman curiosidad, enfrentó al mágico cristal y por largo rato con viva emoción, contempló, estudió sus facciones, tratando de aceptar lo increíble.
Complacidos ante las primeras reacciones del paciente, fueron abandonando la sala, siquiatras, neurólogos y cirujanos, las pruebas, los exámenes y los estudios del caso vendían después; también la familia tenía derecho a “conocerlo” y esperaban afuera.
El Dr. Robles con gran tacto, indicó que esposa e hijos entraran por separado; ya se encontraban aleccionados para actuar y estaban al tanto de todo, aún antes del trasplante, ya habían visto fotos de la nueva faz del jefe de la familia, era el cuerpo de alguien (cuyo nombre desconocían) que había “muerto” de un tumor cerebral y que había donado su cuerpo para lo que fuere necesario.
Gloria entro en la sala donde se encontraba “Roberto”, vaciló por un instante, pero valientemente se arrojó a los brazos de su adorado esposo, venciendo la molesta sensación de que abrazaba y besaba a un desconocido.
Roberto aceptó las muestras de cariño con gratitud, comprendía los momentos que su amada Gloria vivía en esos primeros instantes, al estarlo abrazando a él, en aquel cuerpo extraño.
La separó lentamente y le dijo:
—Gloria, querida. Mírame bien, dime si ves en mí al esposo que un día juró amarte siempre o a un extraño al cual nada te ata. Piensa si al estar conmigo no sentirás el remordimiento de estarme engañando; piensa que si tenemos más hijos, serán o no legítimos hermanos de los que ya tenemos, de esos que llamé hijos de mi corazón y que hoy ni el corazón que me mantiene vivo me pertenece; piensa…
No lo dejó continuar, con lágrimas y besos lo hizo enmudecer, haciéndole recordar todos los momentos gratos de su vida conyugal y aún antes, cuando de novios entretejían dorados sueños. Luego entonces era él, no había duda y eso bastaba.
—Me enamoré de ti, de tu alma, de tu modo de ser y aunque te cambiaran varias veces la estructura física, te seguiría queriendo. Pueden cambiarte el cuerpo, la envoltura; pero no tu ser, tu esencia y eso es lo que vale en ti, lo que yo amo y lo que tú debes ver siempre. Tu labor en el laboratorio seguirá para bien de la humanidad. Eres tú, mi Roberto.
Se abrió la puerta y dos chiquillos ansiosos entraron, y tras breves segundos de aceptación, abrazaron y besaron a ese extraño, que albergaba a su querido padre; a ese hombre maravilloso que tantas veces los llevó al parque La Aurora y que con sus cuentos y cariño, los hacía tan felices.
Roberto lloró. Lloró con lágrimas ajenas, pero no importaba, estaba feliz, sentía la vida, sabía que era él, que tenía una familia que lo aceptaba y un camino por delante. ««

lunes, 15 de noviembre de 2010

EL COMISIONADO MILITAR

—¿Qué si conocí a Porfirio? Claro que lo conocí. Todos los viejos de aquí, lo conocimos. Ese sí que era un cabrón bien hecho.
Su fama comenzó una tarde, cuando se dirigía al pueblo. Venía a caballo, por la vereda que utilizan los contrabandistas. De repente, al salir de un recodo del camino se topó con Cirilo y Hermenegildo, quienes en ese momentito macheteaban a dos comerciantes para robarles. Los pobrecitos, que en paz descansen, a puro mecapal traían telas del otro lado.
—¡Mirá, es Porfirio! —gritó, Cirilo—, ya nos vio.

—¡Hay que matarlo!
—Hacelo, pues; pero rápido, antes que se las pele.
Hermenegildo, con el machete chorreando sangre, corrió, agarró las riendas del caballo de Porfirio y dicen que le dijo.
—¡Hoy te morís, hijo de puta!
—¿Por qué me vas a matar? ¿Y no que somos amigos, pues?
—Que amigos ni que india envuelta. Vos, nos podés chillar, así que, hasta aquí llegaste.
Y le lanzó un machetazo. Porfirio, lo esquivó. El machete se incrustó en la manzana de la silla. Al momento de esquivar el golpe, Porfirio sacó su corvo y le voló la cabeza a Hermenegildo.
Cirilo, al verlo caer, se dejó venir machete en mano. Fue su última acción. Tendido quedó al lado del primer difunto.
Porfirio, ya no llegó al pueblo, lueguito, lueguito se fue para el otro lado. Como si su conciencia lo persiguiera. Pero como nunca falta uno que diga yo lo vi, la noticia se regó.
Diez años pasó trabajando en las fincas del otro lado, mientras se olvidaba el asunto.
Una tarde, mientras cortaba café, un mozo recién llegado, le dijo:
—Vos sos Porfirio, ¿verdá?
—Así es. ¿Por qué?
—¿Porfirio, el que mató a Hermenegildo y a Cirilo, allá, del otro lado de la frontera?

—Sí. ¿Y qué hay con ello? ¿Te duele o qué jodidos?
—Pues, sí —dicen que le respondió, a tiempo que sacaba una cuarenta y cinco—. Soy Aniceto, el hermano menor de los difuntos. Y he venido a vengarlos. Se lo prometí a mi nana.
—Ahora te recuerdo. Vos sos el patojito que se mantenía en el billar.
—Que bueno que te recordaste, porque así sabrás quien es el que te va a matar.
—¡Esperate! La muerte se la buscaron tus hermanos, yo sólo me defendí.
—No le hace, hasta aquí llegaste. ¡Asesino!
—¡Esperate! ¡Esperate, te digo!, que fue en defensa propia.
Mientras hablaba, Porfirio, se fue moviendo; pienso, que con astucia, aparentaba temor y que, Aniceto lo disfrutaba. Además que, por largo tiempo había acariciado ese momento y con seguridad encontraba placer en prolongarlo.
De repente, con rapidez, Porfirio se ocultó detrás de un árbol. Aniceto disparó, pero no le dio. Empezaron a jugar al gato y al ratón. Giraban al rededor del árbol. Uno tratando de salvar la vida y el otro buscando la venganza anunciada.
—Ahora sí, Cheto —le dijo Porfirio, con frialdad—, matame. Porque que si no, yo si te voy a matar.
Aniceto, en el afán de cumplir su amenaza, extendió el brazo. Pistola y mano rodaron por el suelo.
Luego el machete buscó su vida y la encontró.
Después de otros cinco años, aprovechando el cambio de gobierno, Porfirio sintió seguridad y regresó. El hombre aun tenía sus amistades y hasta de comisionado militar resultó.
Ejerció el cargo por varios años. Por supuesto, hay mucho que contar, pero para no aburrirlo, sólo le diré que era temido en toda la región. Cuando había algún lío de tragos, por muy valientes que fueran los contendientes. Si él, llegaba, lueguito se apaciguaban.
Nadie lo quería de enemigo. Era peligroso.
Con decirle, que una vez, Ceferino, su sobrino; bien a tusa, andaba haciendo escándalo. Llamaron a Porfirio para que atendiera el asunto y cuando el sobrino lo vio. Se me afigura, que envalentonado o por burla, le dijo:
—Tío Porfirio, ¿qué vas a hacer?, ya estas viejo, ni correr podés.
Porfirio, saco la pistola y le destrozó una oreja. Eso fue lo que hizo. Yo lo vi.
—No podré correr, pero las balas sí, gran cabrón. Te calmás o la otra bala te la meto en el pecho.
Allí mismo, se tranquilizó el borracho. Pero se quedó resentido por la pérdida de la oreja y por la humillación en público.
Después del incidente, Ceferino, le solía decir a sus amigos:
—No me echo al tío Porfirio, porque mi tata se molestaría conmigo. Pero espérense, sólo que muera mi viejo y me lo quiebro.
Falleció el padre de Ceferino. Y en un cambió de gobierno, Porfirio dejó de ser el Comisionado Militar. Sin embargo, siguió siendo temido. Nadie se metía con él. No eran babosos.
Pero como el diablo nunca duerme. Un día, en una reyerta de cantina, provocada por el hijo de don Eulalio, el finquero del pueblo vecino. Porfirio, lo mató; fue capturado y puesto a disposición de las autoridades.
Sabiendo de que pata cojean nuestras leyes, el finquero contrató al Torito, un matón de segunda; para que le diera aguas al tal Porfirio.
El Torito entró a la cárcel, por escándalo en la vía pública.
Porfirio, en el calamaco, ya se había hecho de secuaces y dominaba en él.
El Torito lo fue a buscar al patio donde se mantienen los reos peligrosos. Al rato volvió.
Lucilo, que estaba al tanto de su cometido, con sorna, le dijo:
—¿Quihubo Torito? Hubo corrida de lidia o fue de Papelitos de don Yemo.
—Ni lo uno, ni lo otro —molesto, dicen que le respondió—. No fue de lidia, porque no soy baboso para meterme en el zompopero: ellos, eran muchos. Y no fue de Papelitos de don Yemo, porque no me vengo cagando del miedo.
—¿Y entonces, Torito?
—Esperaré otra oportunidad. Ya nos mediremos de hombre a hombre.
Pero no hubo otra oportunidad para ganarse los lenes. Porfirio salió libre bajo fianza. A las seis de la tarde lo soltaron y tomó rumbo a su pueblo.
En toda ciudad, en todo pueblo —digo yo—, por grande que sea, siempre hay una ultima casa. La que esta al final de la calle. Después de ella, la soledad, el vacío, la nada.
Y allí mismo, lo esperaba su sobrino.
—¿Quihubo tío? ¿No que estaba en el tambo?
—Así es patojo, pero salí bajo fianza. Siempre hay amigos que se acuerdan de uno.
—Y enemigos también, tío. Don Eulalio fue el que pagó la fianza, para que yo, lo esperara aquí.
Desde ese día, el pueblo vive más tranquilo.««

LOS ADUTOS TAMBIÉN GATEAN

—Cariño, pasa buena noche —dijo Osberto dirigiéndose a su cónyuge.
—Mejor la pases tú —fue la respuesta de Andrea, y apagó la luz.
Ambos duermen en camas separadas.
Osberto piensa en el trayecto que en breve recorrerá, desde su alcoba hasta el cuarto de servicio. Le hace recordar su adolescencia en la casa de sus padres. Por las noches solía abandonar el lecho, recorrer a gatas la habitación, salir y luego dirigirse al dormitorio de servicio, en donde criadas complacientes lo iniciaron en el arte del amor.
Espera un tiempo prudencial. Cuando lo considera oportuno, aparta la colcha que lo cubre. Se levanta sin hacer el menor ruido y con pasos sigilosos se encamina a la puerta. La abre. Un leve rechinar de bisagras anuncia su salida.
—Tengo que aceitarlas —piensa—, mañana mismo lo haré.
Andrea no dormía. Percibió el desplazamiento de su marido y escuchó el sonido delator de las bisagras. Se levanta con el mismo sigilo y salé en pos de él.
Osberto camina por el corredor, despacio, en silencio, como midiendo cada metro de su trayecto. No va directo al dormitorio destinado para la servidumbre. Da un rodeo para no pasar frente a las habitaciones de sus hijos, evitando así cualquier encuentro fortuito que lo obligaría a dar explicaciones embarazosas.
Andrea, en la penumbra de la noche, mira la silueta de su marido que toma un camino en apariencia diferente al de destino y que ella bien conoce. Apresura el paso tomando la ruta directa, con la intención de llegar antes que su esposo.
Osberto cruza el jardín, pasa frente al búcaro que hace gárgaras con el agua que brota durante las veinticuatro horas del día. Sus hormonas ya trabajan estimuladas por el anticipo del placer. Llega a la puerta del cuarto. Toca suavemente. Se oye correr el cerrojo y el rumor de pasos que se alejan rumbo a la cama, ubicación conocida por él. Entra. A oscuras se dirige al lecho, tantea el terreno, encontrando el cuerpo femenino vibrando de pasión.
Pasó una hora de deliciosa intimidad, bebiendo de la fuente del amor. La mujer también lo disfrutó, a juzgar por la entrega apasionada y por los quejidos entrecortados, por las suplicas reiteradas de más... más...
Cuando ambos se siente exhaustos, Osberto da por termina la sesión. Retorna haciendo el mismo recorrido, siempre con la intención de evitar encuentros no deseados. Abre la puerta de su alcoba, entra con el mismo cuidado con que salió y en silencio se acuesta. Al poco tiempo escucha los ronquidos de su esposa que duerme plácidamente. Osberto sonríe. El encuentro ha sido bello, pero, como humano, no está conforme con lo que tiene y desearía algo más: tener sirvienta y vivir una aventura real. En pro de la satisfacción conyugal, accede a ser actor en las fantasías eróticas de su esposa.

miércoles, 14 de julio de 2010

LA SEÑORITA CHON


Después de cuarenta años regresé a mi pueblo. No ha cambiado nada. Se congeló en el tiempo, como en una vieja fotografía. Son las personas las que se han renovado, como el agua en los ríos. El río permanece pero el agua no es la misma. Ahora en mi tierra, soy un desconocido. Un turista al que se le ofrece cualquier chuchería como un recuerdo de su paso por el lugar.
Regresé en busca de mis recuerdos. No fue difícil hallarlos y al hallarlos, me encontré yo mismo.
De nuevo soy niño. En el viejo colegio abandonado me salieron al paso las voces del ayer.
—Pobrecito del que me resulte con las manos manchadas de tinta —es la señorita Tana, dirigiéndose a nosotros, sus alumnos, durante la clase de caligrafía—; el que se las manche, me va a poner sus manos así, con los dedos viendo para arriba, juntitos como tercio de leña y le daré un reglazo para que la próxima vez tengan más cuidado. ¿Entendido?
—Sí señorita! —contestamos a coro.
La disciplina era enérgica. Por los castigos físicos no había ningún problema, por este pueblo no había pasado la pedagogía (y sospecho que sigue sin pasar); los derechos del niño no había nacido. Además, cuando nuestras madres nos matriculaban, indicaban que nos entregaban con todo y nalgas, lo que significaba que nos podían castigar con toda libertad y a discreción. Nuestros padres fueron educados así y por lo tanto, el sistema era aceptado.
El colegio, hoy cubierto de monte, está situado en la calle principal, la que reiteradamente sirvió de motivo de propaganda para que los candidatos a la alcaldía ofrecieran pavimentarla. Promesa que, como buenos políticos, nunca cumplieron.
La escuela se componía de dos aulas. Una, en donde la señorita Chon derramaba su sabiduría sobre los alumnos de primer grado y otra, en donde la señorita Tana atendía simultáneamente a los alumnos de segundo y tercer grados. Era todo.
—Tana, a’i regreso, voy al huerto —solía decir la señorita Chon y desaparecía por horas.
—Bueno, te encargo unos mis duraznos —o le encargaba cualquier otra fruta y con una mirada comprensiva la dejaba ir.
La señorita Chon, por las tardes, después de clases con todo amor cuidaba las hortalizas y los árboles frutales. Es cierto que el huerto les proporcionaba alimentos, pero más que todo, lo que buscaba era la soledad. Necesitaba aislarse para disipar las tensiones que le producía la docencia. En el ejercicio de su ministerio intentaba ser dulce, pero por su carácter débil se plegaba a la rigidez que le imponía la directora, su hermana. El desasosiego la invadía al querer actuar con bondad y verse obligada a ejercitar la tiranía.
Las maestras, vestigios vivos de la era jurásica, eran dos solteronas que, en aquel tiempo, iniciaban con pie seguro la sexta década de sus virginales vidas. Allá, en la Capital vivía la tercera de las hermanas, doña Rome, la más joven quien fue única que supo de las mieles del amor. Se le conocieron tres maridos. Siempre tuve la convicción que, en el reparto de la vida, acaparó los hombres que les correspondían a sus hermanas, quienes se quedaron para vestir santos, mientras que ella, alegremente, desvestía pecadores.
El plantel estaba dividido en tres partes; la central, en donde se encontraban las aulas y el patio de recreo; el lado oeste, en donde vivían las maestras, en cuyo patio se ubicaba el inodoro para las discípulas, formado por un solo ambiente y por un tablero con tres agujeros, para que igual número de alumnas en franca camarería y simultáneamente pudieran hacer sus necesidades. Esto, para ellas, no era ningún inconveniente, es más, lo disfrutaban.
Los varones sólo podían entrar a este patio, en donde había otro retrete de un hoyo, cuando sus necesidades eran mayores y urgentes. El calificativo de urgente, dependía de la apreciación o del estado de ánimo de las maestras, lo que había hecho que, en más de una ocasión, alguno de los alumnos se hubiera cagado en los pantalones. Y en el lado este, en donde estaba el huerto, se encontraba un hoyo de aproximadamente un metro de diámetro y un metro de profundidad, que servía de mingitorio para nosotros, los varones.
En el huerto, las meadas eran de antología. A la hora del recreo corríamos a situarnos alrededor del agujero y tratábamos, inútilmente, de llenar el hoyo que se mantenía saturado, pero vacío. El olor fuerte de los orines no nos molestaba.
—Muchá, vamos a ver a los patojos.
—¡Sííí, vamos!
En varias oportunidades, las alumnas, por curiosidad, llegaban a hurtadillas a observarnos. No las guiaba la sexualidad, pues esta todavía dormía en lo más profundo de su ser. Eran los combates que sosteníamos lo que las divertía y las llenaba de envidia, al ver como con nuestras diminutas mangueritas y con destreza que ellas nunca tendrían, tratábamos de proyectar el chorro de orines hacia el otro lado del orinal y, de ser posible, mojar los zapatos del condiscípulo que se encontrara enfrente. Es de hacer notar, en honor del colegio, que era requisito asistir calzado.
Nunca faltaba una camisa o un pantalón en donde secarnos las manos que accidentalmente se hubieran mojado y mejor si era en camisa o pantalón ajeno. Este menester, le agregaba otra dimensión a la lid.
Lavarnos las manos después de orinar no era necesario; nuestros pajaritos eran puros e inmaculados.
Ese año, el último que estuve en el colegio, aprovechando las vacaciones escolares, la hermana que vivía en la Capital, les solicitó a las maestras que recibieran por unos días a tres de sus nietos. Aceptaron.
A los pocos días llegaron acompañados de dos amigos. Los patojos capitalinos, eran chinches. Es cierto que las célibes maestras, a nosotros los pueblerinos nos dominaban con mano férrea y nos podían corregir como mejor les pareciera; pero con los sobrinos nietos y sus amigos, la cosa era diferente. No podían someterlos y los patojos parecían multiplicarse. Para la pobre Chon, eran docenas de niños, cientos de niños, miles de niños, a los cuales encontraba por todas partes y a toda hora. En su desesperación, ya creía verlos hasta en la percha del loro o dentro de la pecera. Llegó a tal extremo, que temía encontrarlos hasta dentro del viejo refrigerador de gas y se abstenía de abrirlo.
La algarabía no cesaba y como si fuera poco, cual horda de zompopos, estaban acabando con el huerto: su santuario. Con los alumnos había horario y, cuando concluían las clases y se retiraban a sus hogares, privacidad. Con los huéspedes, no; éstos permanecían fastidiando las veinticuatro horas.
—No aguanto más —se quejó con su hermana—, me están sacando canas sobre las canas.
La señorita Tana le recomendó paciencia.
—Es por pocos días —le dijo.
En su desesperación buscaba la tranquilidad en el lugar en donde siempre la hallaba: en el huerto. Pero no le dieron cuartel. A punto de la locura empezó a soñar despierta. Se quedaba como en trance, con la mirada perdida dentro del orinal. Estoy seguro de interpretar sus pensamientos: acariciaba la idea de amarrar a los visitantes, en un sólo atado, meterlos dentro del agujero y ponerse a orinar sobre ellos, con una meada torrencial, sin fin, rociándoles sus odiosas caras. Por los cambios de expresión de su rostro, creo que con fruición, visualizaba cómo el nivel de orines subía lentamente. Los patojos a punto de ahogarse, con gritos de desesperación y con los ojos desorbitados, imploraban misericordia, que con placer les negaba.
Pasaron los días. Su paciencia llegó al límite. Con los nervios al punto del colapso, perdió el control. Quería paz a cualquier precio, aunque fuera la paz de una celda de presidio. Así que, pasando de la fantasía a la realidad, decidió eliminarlos.
Preparó algunos alimentos y bebidas con raticida, y para la cena se los dio a los engendros que llegaron a desequilibrarla.
Después de la comida, todos se retiraron a sus habitaciones.
El silencio se fue adueñando del colegio y Chon empezó a saborear la paz que tanto necesitaba, hasta que se quedó dormida con una sonrisa angelical atrapada entre sus labios.
A la mañana siguiente, la despertó el bullicio. Los patojos estaban sanos y salvos, y más inquietos que nunca.
Los pequeños demonios, no sólo eran traviesos sino también mentirosos; alababan la comida que les preparaba, pero los condenados, después de las atiborradas que se daban en el huerto, no la comían.
Ese día las plantas amanecieron marchitas; la percha del loro, vacante; la pecera, a la espera de un nuevo huésped y la calle, al fin pavimentada, pero con los cadáveres de perros callejeros y no recuerdo bien, si los cadáveres de dos o tres mendigos.
Ese fue el final del colegio. La señorita Chon fue a parar al manicomio y la señorita Tana, sola, se vio obligada a cerrar.
Creo que lo menos que puedo hacer, antes de partir, es visitar las tumbas de mis viejas maestras, pues no sé si algún día vuelva a venir a mi pueblo, en donde soy un extraño.

Derecho de pernada

José está enamorado de María. La ama con todo su corazón. La quiere, pero la quiere sólo para él. Es lógico que así sea, de eso trata el amor; pero el derecho de pernada, ese maldito derecho que tiene su patrón por designio de saber quienes, le ha impedido casarse.
Hoy está en plácemes. El patrón ha muerto y sus hijos están estudiando en un país lejano. Sabe que ese país está al otro lado del gran mar y que para llegar allí se necesitan muchos días de viaje en una gran canoa. Regresarán hasta dentro de dos años, en 1912, según escuchó. Estando lejos, no pueden quitarle el primado, no pueden hacerle daño. No habrá quien invoque ese derecho como una herencia natural. En la hacienda está sólo la viuda del difunto terrateniente
—Maríe, ora podemos casarnos si vos querés.

—Si, Chepo, por querer, me tenés jodide. Si quiero. Pero, ¿vos crees que la patrona nos dé su venia?

—Con probar nada se pierde, vos Maríe.

—Depende de lo que querés probar, vos Chepo —dice María y baja los ojos con femenina coquetería, en un gesto universal que no reconoce razas ni fronteras.
—Maríe, picare. Testoy hablande en serio.

—Chepo, ¿y si no quiere? ¿Y si espera que regrese uno de sus hijes, para lo que vos sabés.

—¡Pute, sólo eso nos faltabe! Yo voy probar, quienquite tengames suerte.
—Sí, andá. Si da su venía, todes los hombres te envidiarán.
José llega a la casa de la patrona. De regalo le lleva una gallina. La propietaria no la necesita; de hecho es dueña de todo lo que hay en la finca y eso incluye cosechas, animales y voluntades. Pero José tiene la esperanza de comprar su consentimiento para casarse con María. -Buen día le Dios patroncita.
—Buenos días, José. ¿Y ese milagro?
—¿Da su permise pa’pasar?
—Entrá de una vez, si ya estás más adentro que afuera.
José entra con la humildad que caracteriza a los oprimidos.
—Patroncita te traige esta gaina para que hagás un tu caldite.
—Algo querés, José. Tu regalo no es así nomás.
—¡Ay!, patroncita, vos siempre tan liste.
—Vamos al grano, José, que tengo mucho que hacer. ¿Qué querés?
—-Vengue a solicitar tu venia pa’casarme con la Maríe, la hija del Pancho.
—Bien decía yo que tu gallina no era así nomás.
—La gaína es por cariñe.
—Sí, claro —sonríe con mal disimulada burla y luego agrega-: José, vos sabés que existe una tradición, una ley: El derecho de pernada.
—Si, patroncita —contesta José, viendo hacia el suelo-, pero el patrón ya no está y tus hijes están lejos.
—El patrón —dice con resentimiento-, siempre usufructuó ese derecho, sin importarle mis sentimientos.
¿Y que hay de los sentimientes de mis hermanes?, pensó José.
—El señor ya no está, pero ahora yo soy la que cobra el derecho de pernada —dice la hacendada con autoridad, sin quitar la vista de los escurridizos ojos de José.
Jodide la vieje, pensó y le dirigió una mirada furtiva., tratando de conservar la milenaria inescrutabilidad de sus ancestros.
—Sí, José, hoy la que cobra soy yo. ¿O creíste que te iba a salir gratis?
—No, patroncita. Lo que su merced mande.
—Bueno, no se hable más. Preparalo todo y ya sabés.
José salió contento; había logrado su objetivo, tendría a su María y de ganancia a la dueña de todo lo que está a su alrededor. Sólo una cosa le preocupaba: ¿Qué pensaría la Maríe de eso?
—Maríe, Maríe, la ama dio su venia pa’casarnos.
—Que buene, vos Chepo y sin pagar el pernado, ese.
—Maríe, aí está la cose, la señora cobre el derecho, el asunte se cambió, yo tengue que pagar –dice con fingida resignación.
—Pute, vos Chepo; ¡eso si que no!
—¡Cómo que no! ¿Y cuando vos eras el precie, qué? Yo tenía que morderme y llorar como mujer, mientras vos perdías tu valor.
María reflexionó. Era cierto, José al igual que todos los mozos, tenía que sufrir la peor humillación de su vida y todavía quedar agradecido. Los papeles se invirtieron, pero ella está dispuesta a pagar el precio de su felicidad.
Que el Chepo pague, de todas maneras de una o de otra forme, siempre era él, el que iba a pagar. Con tal que la patrona no le agarre el guste.
—Está bien Chepo. Pagá. Por lo menos sabrás que tu hije, es tu hije.
En la finca hay muchos pequeños indios de ojos claros, claros como los que tenía el patrón fallecido. El hijo de ellos tendrá los ojos del color del barro húmedo, como el barro de su patria usurpada. Sólo era de esperar que no fuera a tener un hermano viviendo en la casa grande y que de ribete subyugara al de ellos. ¿Una hija? ¡Ni pensarlo es bueno! -¡Tatita Dios nos libre!
El día de la boda llegó.
La ceremonia se celebra con solemnidad autóctona y con las viandas tradicionales.
Los hombres de la finca envidian a José. Estrenará mujer, lo que ellos no hicieron, y de ganancia, él, es el pago. No es que la terrateniente sea joven, pero la desfloración de María es suficiente. La patrona es la revancha colectiva, aunque no haya un amo humillado. Tal vez, más tarde, cuando los hijos, los nuevos patrones regresen, compartan un poco del dolor que sufren los hombres de la finca.
En sus corazones hay fiesta.
Llegó la noche.
José está sobrio. No tomó chicha ni boj. La ama, podría molestarse. Además quiere pagar el precio en su sano juicio, saber a que sabe la ladina y recordarlo siempre. Será un galardón que lucirá y que llegará a formar parte de la leyenda de su raza.
Los invitados se retiraron. En la casa grande sólo quedan las tres divinas personas: La patrona, María y José. La señora se dirige a su habitación, vuelve a ver y dice:
-José, llegó la hora de pagar.
José deja a María arrullando su tristeza y resignación mientras entra al cuarto de la dueña de la finca.
—¿En dónde está María?
—Afuere patroncita, yo venge a pagar el pernado.

—¡Indio bruto! Creés que porque las hormigas pican comen chile. Estás muy equivocado. La que tiene que pagar es María. ¡Vos, salí y decile que entre!