José está enamorado de María. La ama con todo su corazón. La quiere, pero la quiere sólo para él. Es lógico que así sea, de eso trata el amor; pero el derecho de pernada, ese maldito derecho que tiene su patrón por designio de saber quienes, le ha impedido casarse.
Hoy está en plácemes. El patrón ha muerto y sus hijos están estudiando en un país lejano. Sabe que ese país está al otro lado del gran mar y que para llegar allí se necesitan muchos días de viaje en una gran canoa. Regresarán hasta dentro de dos años, en 1912, según escuchó. Estando lejos, no pueden quitarle el primado, no pueden hacerle daño. No habrá quien invoque ese derecho como una herencia natural. En la hacienda está sólo la viuda del difunto terrateniente
—Maríe, ora podemos casarnos si vos querés.
—Si, Chepo, por querer, me tenés jodide. Si quiero. Pero, ¿vos crees que la patrona nos dé su venia?
—Con probar nada se pierde, vos Maríe.
—Depende de lo que querés probar, vos Chepo —dice María y baja los ojos con femenina coquetería, en un gesto universal que no reconoce razas ni fronteras.
—Maríe, picare. Testoy hablande en serio.
—Chepo, ¿y si no quiere? ¿Y si espera que regrese uno de sus hijes, para lo que vos sabés.
—¡Pute, sólo eso nos faltabe! Yo voy probar, quienquite tengames suerte.
—Sí, andá. Si da su venía, todes los hombres te envidiarán.
José llega a la casa de la patrona. De regalo le lleva una gallina. La propietaria no la necesita; de hecho es dueña de todo lo que hay en la finca y eso incluye cosechas, animales y voluntades. Pero José tiene la esperanza de comprar su consentimiento para casarse con María. -Buen día le Dios patroncita.
—Buenos días, José. ¿Y ese milagro?
—¿Da su permise pa’pasar?
—Entrá de una vez, si ya estás más adentro que afuera.
José entra con la humildad que caracteriza a los oprimidos.
—Patroncita te traige esta gaina para que hagás un tu caldite.
—Algo querés, José. Tu regalo no es así nomás.
—¡Ay!, patroncita, vos siempre tan liste.
—Vamos al grano, José, que tengo mucho que hacer. ¿Qué querés?
—-Vengue a solicitar tu venia pa’casarme con la Maríe, la hija del Pancho.
—Bien decía yo que tu gallina no era así nomás.
—La gaína es por cariñe.
—Sí, claro —sonríe con mal disimulada burla y luego agrega-: José, vos sabés que existe una tradición, una ley: El derecho de pernada.
—Si, patroncita —contesta José, viendo hacia el suelo-, pero el patrón ya no está y tus hijes están lejos.
—El patrón —dice con resentimiento-, siempre usufructuó ese derecho, sin importarle mis sentimientos.
¿Y que hay de los sentimientes de mis hermanes?, pensó José.
—El señor ya no está, pero ahora yo soy la que cobra el derecho de pernada —dice la hacendada con autoridad, sin quitar la vista de los escurridizos ojos de José.
Jodide la vieje, pensó y le dirigió una mirada furtiva., tratando de conservar la milenaria inescrutabilidad de sus ancestros.
—Sí, José, hoy la que cobra soy yo. ¿O creíste que te iba a salir gratis?
—No, patroncita. Lo que su merced mande.
—Bueno, no se hable más. Preparalo todo y ya sabés.
José salió contento; había logrado su objetivo, tendría a su María y de ganancia a la dueña de todo lo que está a su alrededor. Sólo una cosa le preocupaba: ¿Qué pensaría la Maríe de eso?
—Maríe, Maríe, la ama dio su venia pa’casarnos.
—Que buene, vos Chepo y sin pagar el pernado, ese.
—Maríe, aí está la cose, la señora cobre el derecho, el asunte se cambió, yo tengue que pagar –dice con fingida resignación.
—Pute, vos Chepo; ¡eso si que no!
—¡Cómo que no! ¿Y cuando vos eras el precie, qué? Yo tenía que morderme y llorar como mujer, mientras vos perdías tu valor.
María reflexionó. Era cierto, José al igual que todos los mozos, tenía que sufrir la peor humillación de su vida y todavía quedar agradecido. Los papeles se invirtieron, pero ella está dispuesta a pagar el precio de su felicidad.
Que el Chepo pague, de todas maneras de una o de otra forme, siempre era él, el que iba a pagar. Con tal que la patrona no le agarre el guste.
—Está bien Chepo. Pagá. Por lo menos sabrás que tu hije, es tu hije.
En la finca hay muchos pequeños indios de ojos claros, claros como los que tenía el patrón fallecido. El hijo de ellos tendrá los ojos del color del barro húmedo, como el barro de su patria usurpada. Sólo era de esperar que no fuera a tener un hermano viviendo en la casa grande y que de ribete subyugara al de ellos. ¿Una hija? ¡Ni pensarlo es bueno! -¡Tatita Dios nos libre!
El día de la boda llegó.
La ceremonia se celebra con solemnidad autóctona y con las viandas tradicionales.
Los hombres de la finca envidian a José. Estrenará mujer, lo que ellos no hicieron, y de ganancia, él, es el pago. No es que la terrateniente sea joven, pero la desfloración de María es suficiente. La patrona es la revancha colectiva, aunque no haya un amo humillado. Tal vez, más tarde, cuando los hijos, los nuevos patrones regresen, compartan un poco del dolor que sufren los hombres de la finca.
En sus corazones hay fiesta.
Llegó la noche.
José está sobrio. No tomó chicha ni boj. La ama, podría molestarse. Además quiere pagar el precio en su sano juicio, saber a que sabe la ladina y recordarlo siempre. Será un galardón que lucirá y que llegará a formar parte de la leyenda de su raza.
Los invitados se retiraron. En la casa grande sólo quedan las tres divinas personas: La patrona, María y José. La señora se dirige a su habitación, vuelve a ver y dice:
-José, llegó la hora de pagar.
José deja a María arrullando su tristeza y resignación mientras entra al cuarto de la dueña de la finca.
—¿En dónde está María?
—Afuere patroncita, yo venge a pagar el pernado.
—¡Indio bruto! Creés que porque las hormigas pican comen chile. Estás muy equivocado. La que tiene que pagar es María. ¡Vos, salí y decile que entre!
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