—Cariño, pasa buena noche —dijo Osberto dirigiéndose a su cónyuge.
—Mejor la pases tú —fue la respuesta de Andrea, y apagó la luz.
Ambos duermen en camas separadas.
Osberto piensa en el trayecto que en breve recorrerá, desde su alcoba hasta el cuarto de servicio. Le hace recordar su adolescencia en la casa de sus padres. Por las noches solía abandonar el lecho, recorrer a gatas la habitación, salir y luego dirigirse al dormitorio de servicio, en donde criadas complacientes lo iniciaron en el arte del amor.
Espera un tiempo prudencial. Cuando lo considera oportuno, aparta la colcha que lo cubre. Se levanta sin hacer el menor ruido y con pasos sigilosos se encamina a la puerta. La abre. Un leve rechinar de bisagras anuncia su salida.
—Tengo que aceitarlas —piensa—, mañana mismo lo haré.
Andrea no dormía. Percibió el desplazamiento de su marido y escuchó el sonido delator de las bisagras. Se levanta con el mismo sigilo y salé en pos de él.
Osberto camina por el corredor, despacio, en silencio, como midiendo cada metro de su trayecto. No va directo al dormitorio destinado para la servidumbre. Da un rodeo para no pasar frente a las habitaciones de sus hijos, evitando así cualquier encuentro fortuito que lo obligaría a dar explicaciones embarazosas.
Andrea, en la penumbra de la noche, mira la silueta de su marido que toma un camino en apariencia diferente al de destino y que ella bien conoce. Apresura el paso tomando la ruta directa, con la intención de llegar antes que su esposo.
Osberto cruza el jardín, pasa frente al búcaro que hace gárgaras con el agua que brota durante las veinticuatro horas del día. Sus hormonas ya trabajan estimuladas por el anticipo del placer. Llega a la puerta del cuarto. Toca suavemente. Se oye correr el cerrojo y el rumor de pasos que se alejan rumbo a la cama, ubicación conocida por él. Entra. A oscuras se dirige al lecho, tantea el terreno, encontrando el cuerpo femenino vibrando de pasión.
Pasó una hora de deliciosa intimidad, bebiendo de la fuente del amor. La mujer también lo disfrutó, a juzgar por la entrega apasionada y por los quejidos entrecortados, por las suplicas reiteradas de más... más...
Cuando ambos se siente exhaustos, Osberto da por termina la sesión. Retorna haciendo el mismo recorrido, siempre con la intención de evitar encuentros no deseados. Abre la puerta de su alcoba, entra con el mismo cuidado con que salió y en silencio se acuesta. Al poco tiempo escucha los ronquidos de su esposa que duerme plácidamente. Osberto sonríe. El encuentro ha sido bello, pero, como humano, no está conforme con lo que tiene y desearía algo más: tener sirvienta y vivir una aventura real. En pro de la satisfacción conyugal, accede a ser actor en las fantasías eróticas de su esposa.
No hay comentarios:
Publicar un comentario