lunes, 15 de noviembre de 2010

EL COMISIONADO MILITAR

—¿Qué si conocí a Porfirio? Claro que lo conocí. Todos los viejos de aquí, lo conocimos. Ese sí que era un cabrón bien hecho.
Su fama comenzó una tarde, cuando se dirigía al pueblo. Venía a caballo, por la vereda que utilizan los contrabandistas. De repente, al salir de un recodo del camino se topó con Cirilo y Hermenegildo, quienes en ese momentito macheteaban a dos comerciantes para robarles. Los pobrecitos, que en paz descansen, a puro mecapal traían telas del otro lado.
—¡Mirá, es Porfirio! —gritó, Cirilo—, ya nos vio.

—¡Hay que matarlo!
—Hacelo, pues; pero rápido, antes que se las pele.
Hermenegildo, con el machete chorreando sangre, corrió, agarró las riendas del caballo de Porfirio y dicen que le dijo.
—¡Hoy te morís, hijo de puta!
—¿Por qué me vas a matar? ¿Y no que somos amigos, pues?
—Que amigos ni que india envuelta. Vos, nos podés chillar, así que, hasta aquí llegaste.
Y le lanzó un machetazo. Porfirio, lo esquivó. El machete se incrustó en la manzana de la silla. Al momento de esquivar el golpe, Porfirio sacó su corvo y le voló la cabeza a Hermenegildo.
Cirilo, al verlo caer, se dejó venir machete en mano. Fue su última acción. Tendido quedó al lado del primer difunto.
Porfirio, ya no llegó al pueblo, lueguito, lueguito se fue para el otro lado. Como si su conciencia lo persiguiera. Pero como nunca falta uno que diga yo lo vi, la noticia se regó.
Diez años pasó trabajando en las fincas del otro lado, mientras se olvidaba el asunto.
Una tarde, mientras cortaba café, un mozo recién llegado, le dijo:
—Vos sos Porfirio, ¿verdá?
—Así es. ¿Por qué?
—¿Porfirio, el que mató a Hermenegildo y a Cirilo, allá, del otro lado de la frontera?

—Sí. ¿Y qué hay con ello? ¿Te duele o qué jodidos?
—Pues, sí —dicen que le respondió, a tiempo que sacaba una cuarenta y cinco—. Soy Aniceto, el hermano menor de los difuntos. Y he venido a vengarlos. Se lo prometí a mi nana.
—Ahora te recuerdo. Vos sos el patojito que se mantenía en el billar.
—Que bueno que te recordaste, porque así sabrás quien es el que te va a matar.
—¡Esperate! La muerte se la buscaron tus hermanos, yo sólo me defendí.
—No le hace, hasta aquí llegaste. ¡Asesino!
—¡Esperate! ¡Esperate, te digo!, que fue en defensa propia.
Mientras hablaba, Porfirio, se fue moviendo; pienso, que con astucia, aparentaba temor y que, Aniceto lo disfrutaba. Además que, por largo tiempo había acariciado ese momento y con seguridad encontraba placer en prolongarlo.
De repente, con rapidez, Porfirio se ocultó detrás de un árbol. Aniceto disparó, pero no le dio. Empezaron a jugar al gato y al ratón. Giraban al rededor del árbol. Uno tratando de salvar la vida y el otro buscando la venganza anunciada.
—Ahora sí, Cheto —le dijo Porfirio, con frialdad—, matame. Porque que si no, yo si te voy a matar.
Aniceto, en el afán de cumplir su amenaza, extendió el brazo. Pistola y mano rodaron por el suelo.
Luego el machete buscó su vida y la encontró.
Después de otros cinco años, aprovechando el cambio de gobierno, Porfirio sintió seguridad y regresó. El hombre aun tenía sus amistades y hasta de comisionado militar resultó.
Ejerció el cargo por varios años. Por supuesto, hay mucho que contar, pero para no aburrirlo, sólo le diré que era temido en toda la región. Cuando había algún lío de tragos, por muy valientes que fueran los contendientes. Si él, llegaba, lueguito se apaciguaban.
Nadie lo quería de enemigo. Era peligroso.
Con decirle, que una vez, Ceferino, su sobrino; bien a tusa, andaba haciendo escándalo. Llamaron a Porfirio para que atendiera el asunto y cuando el sobrino lo vio. Se me afigura, que envalentonado o por burla, le dijo:
—Tío Porfirio, ¿qué vas a hacer?, ya estas viejo, ni correr podés.
Porfirio, saco la pistola y le destrozó una oreja. Eso fue lo que hizo. Yo lo vi.
—No podré correr, pero las balas sí, gran cabrón. Te calmás o la otra bala te la meto en el pecho.
Allí mismo, se tranquilizó el borracho. Pero se quedó resentido por la pérdida de la oreja y por la humillación en público.
Después del incidente, Ceferino, le solía decir a sus amigos:
—No me echo al tío Porfirio, porque mi tata se molestaría conmigo. Pero espérense, sólo que muera mi viejo y me lo quiebro.
Falleció el padre de Ceferino. Y en un cambió de gobierno, Porfirio dejó de ser el Comisionado Militar. Sin embargo, siguió siendo temido. Nadie se metía con él. No eran babosos.
Pero como el diablo nunca duerme. Un día, en una reyerta de cantina, provocada por el hijo de don Eulalio, el finquero del pueblo vecino. Porfirio, lo mató; fue capturado y puesto a disposición de las autoridades.
Sabiendo de que pata cojean nuestras leyes, el finquero contrató al Torito, un matón de segunda; para que le diera aguas al tal Porfirio.
El Torito entró a la cárcel, por escándalo en la vía pública.
Porfirio, en el calamaco, ya se había hecho de secuaces y dominaba en él.
El Torito lo fue a buscar al patio donde se mantienen los reos peligrosos. Al rato volvió.
Lucilo, que estaba al tanto de su cometido, con sorna, le dijo:
—¿Quihubo Torito? Hubo corrida de lidia o fue de Papelitos de don Yemo.
—Ni lo uno, ni lo otro —molesto, dicen que le respondió—. No fue de lidia, porque no soy baboso para meterme en el zompopero: ellos, eran muchos. Y no fue de Papelitos de don Yemo, porque no me vengo cagando del miedo.
—¿Y entonces, Torito?
—Esperaré otra oportunidad. Ya nos mediremos de hombre a hombre.
Pero no hubo otra oportunidad para ganarse los lenes. Porfirio salió libre bajo fianza. A las seis de la tarde lo soltaron y tomó rumbo a su pueblo.
En toda ciudad, en todo pueblo —digo yo—, por grande que sea, siempre hay una ultima casa. La que esta al final de la calle. Después de ella, la soledad, el vacío, la nada.
Y allí mismo, lo esperaba su sobrino.
—¿Quihubo tío? ¿No que estaba en el tambo?
—Así es patojo, pero salí bajo fianza. Siempre hay amigos que se acuerdan de uno.
—Y enemigos también, tío. Don Eulalio fue el que pagó la fianza, para que yo, lo esperara aquí.
Desde ese día, el pueblo vive más tranquilo.««

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