sábado, 20 de noviembre de 2010

LA ÚLTIMA FRONTERA

Mi primer cuento publicado.
La Hora Dominical Número 1,105
Guatemala, 7 de Septiembre de 1969

La ambulancia ha recorrido los escasos metros que separan al Instituto de Cancerología, del Hospital Roosevelt de Guatemala. Ha detenido su silente marcha frente a la entrada de emergencia. Dos enfermeros se apresuran a entrar la rodante camilla, recorriendo los limpios corredores, rumbo a la sala de operaciones.
—Mi último viaje —piensa con tristeza y resignación, Roberto Casasola, catedrático de la Universidad de San Carlos, bioquímico brillante y de gran porvenir; pero…
—Mi último viaje, el fin de mis trabajos, de mis ilusiones, de mis sueños y lo que es peor, de mi vida. Cuando estaba a punto de dar un gran paso de alcance mundial, en mutación genética vegetal, un gran paso en la lucha contra el hambre y la desnutrición. Si tan solo hubiera tenido tiempo de examinar mi estomago cuando empezaron los débiles dolores; pero no les di importancia, como todo ser humano, tuve conciencia de «mi inmortalidad», pensé que las enfermedades, los accidentes nunca me tocarían… Y hoy, aquí estoy, desahuciado, con pocos días o quizá minuto de vida, sufriendo las terribles mordidas del maligno cáncer. Adiós Gloria, mi adorada esposa; adiós Roberto, adiós Zoila, hijos de mi corazón, adiós para siempre.
Por un momento dejó su mente en blanco, como tratando de ausentarse de la cruel realidad, pero una chispa cruzó por su imaginación, haciéndole germinar una débil esperanza. Esa mañana, hacía apenas unas dos horas, el Dr. Robles, su médico y amigo le había dicho:
—Roberto. Amigo. Hay una posibilidad para ti, una en un millón; si la aceptas y da resultado, tienes que estar preparado para «todo»; si falla sólo habremos acortado tus sufrimientos, es una intervención experimental, tu familia está de acuerdo, como último recurso para «hacerte vivir». No te doy detalles de la operación, pues es tan remoto su éxito que realmente no vale la pena. Así que tú tienes la palabra.
—Más remota me parece la muerte y sin embargo ya tira de la sábana de mi cama. En mi ramo también hay experimentos en los que hay que correr riegos y nunca vacilé en ellos, si la humanidad es la beneficiada. Así que manos a la obra.
—Bien Roberto, este es el momento, las condiciones necesarias son propicias. Así que adelante y que Dios diga.

Ya se encuentran en la mesa de operaciones. Alguien le ha rasurado la cabeza, cosa inexplicable para él, pues el tumor está en la parte media de su anatomía. —¿Es que se han vuelto locos estos «practicantes»?— Sus pensamientos son cortados por la anestesia que no se hace esperar, sumiéndolo en la inconsciencia, en la nada, para él ha dejado de existir el mundo.

Han transcurrido diez días, diez largos días de espera, de incertidumbre para familiares, amigos y galenos. El paciente ha superado varias crisis y hoy por primera vez, da muestras de empezar a salir de su largo sueño; hay expectación entre el grupo de médicos reunidos en la sala, van a ser testigos del milagro de la ciencia, la última frontera ha sido cruzada. Pero desconocen los resultados finales, sólo con el despertar del «humano conejillo de indias» sabrán de gloria o fracaso.
Abriendo los ojos Roberto Casasola ve al grupo reunido, todos médicos, algunos conocidos; pero todos lo ven con marcado interés. Él también ve con fijeza a todos y a todo, le parece imposible contarse en el mundo de los vivos. Instintivamente se lleva las manos al estómago y sorprendido no encuentra vendas o muestra alguna de haber sido operado, recuerda su rasurada cabeza y con presteza se lleva las manos a ella, descubriéndola vendada y sintiendo un leve dolor al tocarla.
—¿Cómo te encuentras —le pregunta el Dr. Robles.
—Creo que bien. ¿Pero qué es lo que ha pasado? ¡Explícame! ¿Por qué tengo vendada la cabeza y no se me ha operado?
—Calma Roberto, calma, vamos por partes. Primero respóndeme a unas preguntas, que te parecerán quizá infantiles, pero respóndemelas.
—Bueno, lo que tu digas.
—¿Cuál es tu nombre?
—Roberto Casasola. Tú lo sabes.
—Lo sé, pero limítate sólo a contestar. ¿Cuánto es dos más dos?
—Cuatro.
—¿Cómo se llaman tu esposa e hijos?
—Gloria, Roberto y Zoila.
—¿Dónde trabajas?
—En la Universidad de San Carlos y en el INCAP.
—Muy bien Roberto.
—Ahora contesta tú a mis preguntas. ¿Por qué? ¿Qué razón hay para que me preguntes lo que ambos sabemos muy bien?
—Yo lo sé muy bien como tu dices, pero tenía duda que tu lo supieras, o por lo menos lo recordaras con la claridad debida y te voy a explicar la razón, pues creo que estás en uso de tus facultades mentales; estás en capacidad de comprender la magnitud, el éxito de nuestra intervención quirúrgica, prepárate para la sorpresa mayor de tu vida.
—Abrevia. Deja el teatro para después y explícame, soy todo oídos.
—Notarás el interés de los colegas aquí reunidos y que todo lo que hablamos se está registrando. Ese interés que es mundial, se debe a que por primera vez en la historia médica, se ha hecho un trasplante de cerebro. Trasplantamos tu cerebro a un cuerpo sano, después de vencer mil obstáculos científicos y naturales, que por el momento no te explicaré. Así que tú eres y no eres Roberto Casasola.
Reinó el silencio por largos minutos, Roberto no alcanzaba a comprender el significado exacto de las palabras de su amigo, pensó que se estaba burlando de él, que todo era un sueño y mil cosas más; pero aceptar algo tan absurdo.
—¡No! No puedo aceptar lo que dices, si realmente soy otro o mejor dicho tengo otro cuerpo trae un espejo y que termine la farsa.
El Dr. Robles le acercó un espejo que tenía preparado para el efecto, advirtiéndole:
—Sé valiente para enfrentar la realidad, pues no te hemos mentido.
Con temblorosas manos Roberto tomó el espejo que se le ofreció, empezando a creer en las palabras de su amigo. —¿Es que acaso la humanidad había encontrado la manera de prolongar la vida de sus hombres de peso?— Quería conocer la verdad, pero tenía miedo. —¿Qué aspecto tendría? ¿A quién perteneció aquel cuerpo, qué nombre portó hasta aquel día y que habría hecho? ¿Quiénes serían sus familiares? ¿Será que el cuerpo humano se ha convertido en un cascarón que puede ser habitado por cualquiera? ¿Acaso él podría ir al cementerio citadino y visitar su propia tumba?, o mejor dicho la de su cuerpo.
Acercó el espejo, por una fracción de segundo contempló su nuevo rostro y apartó bruscamente el espejo. Vaciló, pero recobrando el valor y un poco de eso que llaman curiosidad, enfrentó al mágico cristal y por largo rato con viva emoción, contempló, estudió sus facciones, tratando de aceptar lo increíble.
Complacidos ante las primeras reacciones del paciente, fueron abandonando la sala, siquiatras, neurólogos y cirujanos, las pruebas, los exámenes y los estudios del caso vendían después; también la familia tenía derecho a “conocerlo” y esperaban afuera.
El Dr. Robles con gran tacto, indicó que esposa e hijos entraran por separado; ya se encontraban aleccionados para actuar y estaban al tanto de todo, aún antes del trasplante, ya habían visto fotos de la nueva faz del jefe de la familia, era el cuerpo de alguien (cuyo nombre desconocían) que había “muerto” de un tumor cerebral y que había donado su cuerpo para lo que fuere necesario.
Gloria entro en la sala donde se encontraba “Roberto”, vaciló por un instante, pero valientemente se arrojó a los brazos de su adorado esposo, venciendo la molesta sensación de que abrazaba y besaba a un desconocido.
Roberto aceptó las muestras de cariño con gratitud, comprendía los momentos que su amada Gloria vivía en esos primeros instantes, al estarlo abrazando a él, en aquel cuerpo extraño.
La separó lentamente y le dijo:
—Gloria, querida. Mírame bien, dime si ves en mí al esposo que un día juró amarte siempre o a un extraño al cual nada te ata. Piensa si al estar conmigo no sentirás el remordimiento de estarme engañando; piensa que si tenemos más hijos, serán o no legítimos hermanos de los que ya tenemos, de esos que llamé hijos de mi corazón y que hoy ni el corazón que me mantiene vivo me pertenece; piensa…
No lo dejó continuar, con lágrimas y besos lo hizo enmudecer, haciéndole recordar todos los momentos gratos de su vida conyugal y aún antes, cuando de novios entretejían dorados sueños. Luego entonces era él, no había duda y eso bastaba.
—Me enamoré de ti, de tu alma, de tu modo de ser y aunque te cambiaran varias veces la estructura física, te seguiría queriendo. Pueden cambiarte el cuerpo, la envoltura; pero no tu ser, tu esencia y eso es lo que vale en ti, lo que yo amo y lo que tú debes ver siempre. Tu labor en el laboratorio seguirá para bien de la humanidad. Eres tú, mi Roberto.
Se abrió la puerta y dos chiquillos ansiosos entraron, y tras breves segundos de aceptación, abrazaron y besaron a ese extraño, que albergaba a su querido padre; a ese hombre maravilloso que tantas veces los llevó al parque La Aurora y que con sus cuentos y cariño, los hacía tan felices.
Roberto lloró. Lloró con lágrimas ajenas, pero no importaba, estaba feliz, sentía la vida, sabía que era él, que tenía una familia que lo aceptaba y un camino por delante. ««

lunes, 15 de noviembre de 2010

EL COMISIONADO MILITAR

—¿Qué si conocí a Porfirio? Claro que lo conocí. Todos los viejos de aquí, lo conocimos. Ese sí que era un cabrón bien hecho.
Su fama comenzó una tarde, cuando se dirigía al pueblo. Venía a caballo, por la vereda que utilizan los contrabandistas. De repente, al salir de un recodo del camino se topó con Cirilo y Hermenegildo, quienes en ese momentito macheteaban a dos comerciantes para robarles. Los pobrecitos, que en paz descansen, a puro mecapal traían telas del otro lado.
—¡Mirá, es Porfirio! —gritó, Cirilo—, ya nos vio.

—¡Hay que matarlo!
—Hacelo, pues; pero rápido, antes que se las pele.
Hermenegildo, con el machete chorreando sangre, corrió, agarró las riendas del caballo de Porfirio y dicen que le dijo.
—¡Hoy te morís, hijo de puta!
—¿Por qué me vas a matar? ¿Y no que somos amigos, pues?
—Que amigos ni que india envuelta. Vos, nos podés chillar, así que, hasta aquí llegaste.
Y le lanzó un machetazo. Porfirio, lo esquivó. El machete se incrustó en la manzana de la silla. Al momento de esquivar el golpe, Porfirio sacó su corvo y le voló la cabeza a Hermenegildo.
Cirilo, al verlo caer, se dejó venir machete en mano. Fue su última acción. Tendido quedó al lado del primer difunto.
Porfirio, ya no llegó al pueblo, lueguito, lueguito se fue para el otro lado. Como si su conciencia lo persiguiera. Pero como nunca falta uno que diga yo lo vi, la noticia se regó.
Diez años pasó trabajando en las fincas del otro lado, mientras se olvidaba el asunto.
Una tarde, mientras cortaba café, un mozo recién llegado, le dijo:
—Vos sos Porfirio, ¿verdá?
—Así es. ¿Por qué?
—¿Porfirio, el que mató a Hermenegildo y a Cirilo, allá, del otro lado de la frontera?

—Sí. ¿Y qué hay con ello? ¿Te duele o qué jodidos?
—Pues, sí —dicen que le respondió, a tiempo que sacaba una cuarenta y cinco—. Soy Aniceto, el hermano menor de los difuntos. Y he venido a vengarlos. Se lo prometí a mi nana.
—Ahora te recuerdo. Vos sos el patojito que se mantenía en el billar.
—Que bueno que te recordaste, porque así sabrás quien es el que te va a matar.
—¡Esperate! La muerte se la buscaron tus hermanos, yo sólo me defendí.
—No le hace, hasta aquí llegaste. ¡Asesino!
—¡Esperate! ¡Esperate, te digo!, que fue en defensa propia.
Mientras hablaba, Porfirio, se fue moviendo; pienso, que con astucia, aparentaba temor y que, Aniceto lo disfrutaba. Además que, por largo tiempo había acariciado ese momento y con seguridad encontraba placer en prolongarlo.
De repente, con rapidez, Porfirio se ocultó detrás de un árbol. Aniceto disparó, pero no le dio. Empezaron a jugar al gato y al ratón. Giraban al rededor del árbol. Uno tratando de salvar la vida y el otro buscando la venganza anunciada.
—Ahora sí, Cheto —le dijo Porfirio, con frialdad—, matame. Porque que si no, yo si te voy a matar.
Aniceto, en el afán de cumplir su amenaza, extendió el brazo. Pistola y mano rodaron por el suelo.
Luego el machete buscó su vida y la encontró.
Después de otros cinco años, aprovechando el cambio de gobierno, Porfirio sintió seguridad y regresó. El hombre aun tenía sus amistades y hasta de comisionado militar resultó.
Ejerció el cargo por varios años. Por supuesto, hay mucho que contar, pero para no aburrirlo, sólo le diré que era temido en toda la región. Cuando había algún lío de tragos, por muy valientes que fueran los contendientes. Si él, llegaba, lueguito se apaciguaban.
Nadie lo quería de enemigo. Era peligroso.
Con decirle, que una vez, Ceferino, su sobrino; bien a tusa, andaba haciendo escándalo. Llamaron a Porfirio para que atendiera el asunto y cuando el sobrino lo vio. Se me afigura, que envalentonado o por burla, le dijo:
—Tío Porfirio, ¿qué vas a hacer?, ya estas viejo, ni correr podés.
Porfirio, saco la pistola y le destrozó una oreja. Eso fue lo que hizo. Yo lo vi.
—No podré correr, pero las balas sí, gran cabrón. Te calmás o la otra bala te la meto en el pecho.
Allí mismo, se tranquilizó el borracho. Pero se quedó resentido por la pérdida de la oreja y por la humillación en público.
Después del incidente, Ceferino, le solía decir a sus amigos:
—No me echo al tío Porfirio, porque mi tata se molestaría conmigo. Pero espérense, sólo que muera mi viejo y me lo quiebro.
Falleció el padre de Ceferino. Y en un cambió de gobierno, Porfirio dejó de ser el Comisionado Militar. Sin embargo, siguió siendo temido. Nadie se metía con él. No eran babosos.
Pero como el diablo nunca duerme. Un día, en una reyerta de cantina, provocada por el hijo de don Eulalio, el finquero del pueblo vecino. Porfirio, lo mató; fue capturado y puesto a disposición de las autoridades.
Sabiendo de que pata cojean nuestras leyes, el finquero contrató al Torito, un matón de segunda; para que le diera aguas al tal Porfirio.
El Torito entró a la cárcel, por escándalo en la vía pública.
Porfirio, en el calamaco, ya se había hecho de secuaces y dominaba en él.
El Torito lo fue a buscar al patio donde se mantienen los reos peligrosos. Al rato volvió.
Lucilo, que estaba al tanto de su cometido, con sorna, le dijo:
—¿Quihubo Torito? Hubo corrida de lidia o fue de Papelitos de don Yemo.
—Ni lo uno, ni lo otro —molesto, dicen que le respondió—. No fue de lidia, porque no soy baboso para meterme en el zompopero: ellos, eran muchos. Y no fue de Papelitos de don Yemo, porque no me vengo cagando del miedo.
—¿Y entonces, Torito?
—Esperaré otra oportunidad. Ya nos mediremos de hombre a hombre.
Pero no hubo otra oportunidad para ganarse los lenes. Porfirio salió libre bajo fianza. A las seis de la tarde lo soltaron y tomó rumbo a su pueblo.
En toda ciudad, en todo pueblo —digo yo—, por grande que sea, siempre hay una ultima casa. La que esta al final de la calle. Después de ella, la soledad, el vacío, la nada.
Y allí mismo, lo esperaba su sobrino.
—¿Quihubo tío? ¿No que estaba en el tambo?
—Así es patojo, pero salí bajo fianza. Siempre hay amigos que se acuerdan de uno.
—Y enemigos también, tío. Don Eulalio fue el que pagó la fianza, para que yo, lo esperara aquí.
Desde ese día, el pueblo vive más tranquilo.««

LOS ADUTOS TAMBIÉN GATEAN

—Cariño, pasa buena noche —dijo Osberto dirigiéndose a su cónyuge.
—Mejor la pases tú —fue la respuesta de Andrea, y apagó la luz.
Ambos duermen en camas separadas.
Osberto piensa en el trayecto que en breve recorrerá, desde su alcoba hasta el cuarto de servicio. Le hace recordar su adolescencia en la casa de sus padres. Por las noches solía abandonar el lecho, recorrer a gatas la habitación, salir y luego dirigirse al dormitorio de servicio, en donde criadas complacientes lo iniciaron en el arte del amor.
Espera un tiempo prudencial. Cuando lo considera oportuno, aparta la colcha que lo cubre. Se levanta sin hacer el menor ruido y con pasos sigilosos se encamina a la puerta. La abre. Un leve rechinar de bisagras anuncia su salida.
—Tengo que aceitarlas —piensa—, mañana mismo lo haré.
Andrea no dormía. Percibió el desplazamiento de su marido y escuchó el sonido delator de las bisagras. Se levanta con el mismo sigilo y salé en pos de él.
Osberto camina por el corredor, despacio, en silencio, como midiendo cada metro de su trayecto. No va directo al dormitorio destinado para la servidumbre. Da un rodeo para no pasar frente a las habitaciones de sus hijos, evitando así cualquier encuentro fortuito que lo obligaría a dar explicaciones embarazosas.
Andrea, en la penumbra de la noche, mira la silueta de su marido que toma un camino en apariencia diferente al de destino y que ella bien conoce. Apresura el paso tomando la ruta directa, con la intención de llegar antes que su esposo.
Osberto cruza el jardín, pasa frente al búcaro que hace gárgaras con el agua que brota durante las veinticuatro horas del día. Sus hormonas ya trabajan estimuladas por el anticipo del placer. Llega a la puerta del cuarto. Toca suavemente. Se oye correr el cerrojo y el rumor de pasos que se alejan rumbo a la cama, ubicación conocida por él. Entra. A oscuras se dirige al lecho, tantea el terreno, encontrando el cuerpo femenino vibrando de pasión.
Pasó una hora de deliciosa intimidad, bebiendo de la fuente del amor. La mujer también lo disfrutó, a juzgar por la entrega apasionada y por los quejidos entrecortados, por las suplicas reiteradas de más... más...
Cuando ambos se siente exhaustos, Osberto da por termina la sesión. Retorna haciendo el mismo recorrido, siempre con la intención de evitar encuentros no deseados. Abre la puerta de su alcoba, entra con el mismo cuidado con que salió y en silencio se acuesta. Al poco tiempo escucha los ronquidos de su esposa que duerme plácidamente. Osberto sonríe. El encuentro ha sido bello, pero, como humano, no está conforme con lo que tiene y desearía algo más: tener sirvienta y vivir una aventura real. En pro de la satisfacción conyugal, accede a ser actor en las fantasías eróticas de su esposa.